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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Es lo que vais a saber escuchando la sentencia, señora, y para oírla, me haréis el favor<br />

de arrodillaros.<br />

—¡Jamás! ¡Jamás!...<br />

—Señora, es el artículo primero de mis instrucciones.<br />

—¡Os he dicho que jamás! ¡Jamás!<br />

—Señora, está escrito que si la condenada se niega a arrodillarse...<br />

—¿Qué?<br />

—La obligará a ello la fuerza pública.<br />

—¡La fuerza! ¡A una mujer!<br />

—Una mujer no tiene más prerrogativas que un hombre en cuanto al respeto del rey y<br />

de la justicia.<br />

—¡Y a la reina! ¿No es así?— gritó furiosamente Juana—. ¡Porque en todo esto adivino<br />

la mano de una mujer enemiga!<br />

—Hacéis mal en acusar a la reina, señora. Su Majestad no interviene para nada en la<br />

redacción de las sentencias del tribunal. Vamos, os conjuro a que me evitéis la<br />

necesidad de la violencia. ¡De rodillas!<br />

—¡Jamás! ¡Jamás!<br />

El escribano enrolló los papeles, sacó de su ancho bolsillo uno muy grueso que tenía de<br />

reserva en previsión de lo que estaba ocurriendo, y leyó la orden formal, dada por el<br />

procurador general a la fuerza pública, para obligar a la acusada rebelde a arrodillarse<br />

conforme lo requiere la justicia.<br />

Juana se agazapó en una esquina de la prisión, desafiando con la mirada a esta fuerza<br />

pública que ella creía que eran las bayonetas que surgían en la escalera, tras la puerta.<br />

Pero el escribano no ordenó abrir esa puerta; hizo una señal a los dos hombres de que<br />

hemos hablado, los cuales se acercaron tranquilamente, fuertes e inconmovibles, como<br />

las máquinas de guerra que se preparan en los sitios.<br />

Cada uno de ellos tomó a Juana por los hombros y la arrastró hasta la mitad de la sala a<br />

pesar de sus gritos.<br />

El escribano se sentó, impasible, y esperó.<br />

Juana no comprendía por qué se la arrastraba así y no tuvo más remedio que permanecer<br />

casi arrodillada. Unas palabras del escribano hicieron que se diese cuenta de esto.<br />

Inmediatamente el resorte se distendió y Juana dio un salto de dos pies sobre el suelo a<br />

pesar de los brazos que la sujetaban.<br />

—Es inútil que gritéis así— dijo el escribano— porque no se os oye desde afuera y<br />

además no oiréis vos tampoco la lectura de la sentencia.<br />

—Permitid que la oiga de pie y escucharé en silencio— propuso Juana.<br />

—Siempre que un culpable es castigado a la pena de látigo— replicó el escribano—, la<br />

pena se estima infamante y lleva consigo la genuflexión.<br />

—¡El látigo!— aulló Juana—. ¡El látigo! ¡Ah! ¡Miserable!...<br />

Y sus vociferaciones fueron tales que aturdieron al carcelero, al escribano y a sus dos<br />

ayudantes, todos los cuales, perdiendo la cabeza, como personas ebrias, comenzaron a<br />

emplear la fuerza para dominar la fuerza.<br />

Arrojáronse sobre Juana y la derribaron; pero ella resistió victoriosamente; quisieron<br />

que doblase las piernas, pero tendió sus músculos como hojas de acero.<br />

Estaba suspendida en el aire en manos de aquellos hombres y movía manos y pies para<br />

poder infligir los más rudos golpes.<br />

Se dividieron la tarea; uno de ellos le sujetó los pies como en un tornillo y los demás la<br />

levantaron por las muñecas y gritaron al escribano:<br />

—¡Leed! ¡Continuad leyendo la sentencia, señor escribano, o no acabaremos nunca con<br />

esta rabiosa!

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