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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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El carcelero se pegó contra la muralla del calabozo, mostrando así que quería quedar<br />

como espectador pasivo de lo que allí iba a ocurrir.<br />

Juana fue interrogada antes de que se le ocurriese tomar la palabra.<br />

Lo hizo uno de los tres hombres, el más joven. Iba vestido de negro. Llevaba el<br />

sombrero en la cabeza y daba vueltas con las manos a unos papeles enrollados.<br />

Los otros dos, imitando la actitud del carcelero, se sustrajeron a las miradas colocándose<br />

en la parte más sombría de la sala.<br />

—¿Sois, señora— dijo el desconocido—, Juana de Saint-Remy de Valois, esposa de<br />

María-Antonio Nicolás, conde de la Motte?<br />

—Sí, caballero— replicó Juana.<br />

—¿Nacisteis en Fontette, el día 22 de julio de 1756?<br />

—Sí, caballero.<br />

—¿Vivís en París, calle de Neuve-Saint-Gilles?<br />

—Sí, caballero..., pero, ¿por qué me hacéis todas estas preguntas?<br />

—Señora, lamento que no me conozcáis; tengo el honor de ser el escribano del tribunal.<br />

—Os reconozco.<br />

—Entonces, señora, ¿puedo cumplir mis funciones en la calidad que acabáis de<br />

reconocerme?<br />

—Un momento, caballero. ¿En qué consisten esas funciones?<br />

—En leeros, señora, la sentencia que ha sido pronunciada contra vos en la sesión del 31<br />

de mayo de 1786.<br />

Juana se estremeció. Dirigió a su alrededor una mirada llena de angustia y desconfianza.<br />

No en balde escribimos en segundo término la palabra desconfianza que puede parecer<br />

más débil que la otra. Juana se estremeció con angustia irreflexiva; puesta en guardia,<br />

sus ojos centelleaban en las tinieblas.<br />

—Sois el escribano Bretón— dijo ella—. ¿Pero quiénes son estos caballeros acólitos<br />

vuestros?<br />

El escribano iba a responder, cuando el carcelero, anticipándose, corrió hacia él y<br />

deslizó en su oído estas palabras llenas de miedo o de elocuente compasión:<br />

—¡No se lo digáis!<br />

Juana oyó; miró a los dos hombres más atentamente que hasta entonces. Le extrañó ver<br />

el traje gris con botones de hierro del uno y la casaca y el gorro de pelo del otro; el<br />

extraño mandil que cubría el pecho de este último llamó la atención de Juana; parecía<br />

quemado en algunas de sus partes y manchado de sangre y aceite en otras. Retrocedió,<br />

atónita.<br />

El escribano, acercándose, le dijo:<br />

—De rodillas, señora.<br />

—¿De rodillas?— exclamó Juana—. ¡De rodillas yo! ¡Yo, una Valois, de rodillas!<br />

—Es la orden, señora— dijo inclinándose el escribano.<br />

—Pero caballero— objetó Juana con fatal sonrisa—, ¿no pensáis que hace falta que os<br />

enseñe la ley? No se puede colocar a nadie de rodillas sino para imponerle la<br />

retractación pública.<br />

—¿Y bien, señora?<br />

—Y bien, caballero, no se obliga a la retractación pública sino en virtud de sentencia<br />

que imponga una pena infamante. El destierro, no es, que yo sepa, una pena infamante<br />

en la ley francesa.<br />

—Yo no os he dicho que fueseis condenada al destierro— dijo el escribano con grave y<br />

triste gesto.<br />

—Entonces— exclamó Juana arrebatada—, ¿a qué se me condena?

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