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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Dio dos o tres pasos y se detuvo.<br />

La luz se filtraba desde lo alto de una reja antigua, a través de las telas de araña y la<br />

centésima capa de un polvo secular.<br />

Juana sintió de pronto la humedad del calabozo; adivinó algo terrible en los ojos<br />

centelleantes del carcelero.<br />

—Caballero— dijo ella entonces dominando la impresión de terror que la hacía<br />

estremecer, ¿qué hacemos aquí los dos? ¿Dónde está el señor Doillot el que según vos<br />

deseaba verme?<br />

El carcelero no respondió nada.<br />

Juana siguió este movimiento con espanto. Se le ocurrió la idea, como en esas novelas<br />

sombrías de la época, que tenía que habérselas con uno de esos carceleros, fieramente<br />

enamorados de sus presas, que, el día en que éstas van a salir por la puerta abierta de la<br />

jaula, se hacen los tiranos de la bella cautiva y les proponen su amor a cambio de la<br />

libertad.<br />

Juana era fuerte y no temía las sorpresas, no tenía el pudor del alma. Su imaginación<br />

luchaba victoriosamente contra los caprichos sofísticos de los señores Crebillón hijo y<br />

Loúvet. Se dirigió sonriendo hacia el carcelero.<br />

—Amigo mío— dijo—, ¿qué pedís? ¿Tenéis que decirme algo? El tiempo de una<br />

cautiva cuando está cerca de la libertad, es precioso. Parece que para hablarme habéis<br />

escogido un lugar siniestro.<br />

El hombre de las llaves no le contestó nada porque no comprendía. Sentóse en un rincón<br />

de la chimenea y esperó.<br />

—¿Pero qué hacemos?— volvió a interrogar Juana.<br />

Temía hallarse ante un loco.<br />

—Espero al licenciado Doillot— contestó el carcelero.<br />

Juana movió la cabeza.<br />

—Tendréis que confesarme— dijo— que si el licenciado Doillot tiene cartas de<br />

Versalles que comunicarme, ha elegido mal el momento y el lugar de la audiencia... No<br />

es posible que el licenciado Doillot me haga esperar aquí; debe haber otra cosa.<br />

Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando una puerta que no había notado se<br />

abrió frente a ella.<br />

Era una de esas trampas circulares, verdaderos monumentos de madera y de hierro, que,<br />

al abrirse, recortan en el fondo que ocultan, un círculo cabalístico, en el centro del cual<br />

los personajes o el paisaje aparecen vivos como por arte de magia.<br />

En efecto, tras esta puerta había unos peldaños que desembocaban en algún corredor<br />

mal iluminado, pero por el que circulaba viento fresco, y más allá de aquel corredor, por<br />

un momento, uno tan sólo, tan rápido como una centella, Juana divisó, levantándose<br />

sobre sus pies, un espacio parecido al de una plaza en el que había un tropel de hombres<br />

y mujeres de ojos centelleantes.<br />

Pero repetimos que fue para Juana más bien una visión que un golpe de vista; ni<br />

siquiera tuvo tiempo de darse cuenta. Ante ella, y en un plano más cercano, aparecieron<br />

tres personas, subiendo el último escalón.<br />

Tras estas personas, en peldaños inferiores, surgieron cuatro bayonetas, blancas y<br />

aceradas, parecidas a cirios siniestros que hubiesen querido iluminar la escena.<br />

Pero la trampa circular se cerró. Sólo los tres hombres penetraron en el calabozo en que<br />

se hallaba Juana.<br />

Esta iba de sorpresa en sorpresa, o mejor dicho, su inquietud se convertía en terror.<br />

El carcelero al que ella temía un instante antes, fue la persona a quien se dirigió como<br />

para solicitar su protección contra los desconocidos.

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