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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Así en el cubil como en la jaula, cuando es de noche, cuando ningún ruido anuncia a la<br />

fiera cautiva la vigilancia, cuando su olfato sutil no percibe en los alrededores ninguna<br />

huella, comienzan los desahogos de su naturaleza salvaje.<br />

Con Juana ocurría lo mismo. De pronto sintió ruido de pasos, tintineo de las llaves en el<br />

manojo del carcelero y poco después alguien abría la cerradura grande.<br />

"¿Qué querrán de mí?— pensó en tanto se erguía, atenta.<br />

El carcelero entró.<br />

—¿Qué ocurre, Juan?— preguntó la condesa con voz dulce e indiferente.<br />

—¿La señora tendría la bondad de seguirme?<br />

—¿Adónde?<br />

—Abajo, señora.<br />

—¿Cómo, abajo?...<br />

—A la escribanía.<br />

—¿Para qué?<br />

—Señora...<br />

Juana se adelantó hasta el hombre, que vacilaba, y divisó, en el extremo del corredor, a<br />

los arqueros del preboste que antes había hallado abajo.<br />

—En fin— dijo ella con emoción—, decidme qué quieren de mí en la escribanía.<br />

—Señora, es el señor Doillot, vuestro defensor, que quiere hablaros.<br />

—¿En la escribanía? ¿Por qué no aquí, puesto que muchas veces tenía permiso para<br />

venir?<br />

—Señora, el señor Doillot ha recibido cartas de Versalles de las que os quiere dar<br />

cuenta.<br />

Juana no notó lo ilógico de esta respuesta. Una sola frase la conmovió: cartas de<br />

Versalles, cartas de la corte, sin duda.<br />

"¿Será que la reina ha intercedido cerca del rey después de la sentencia? ¿Será que...?"<br />

Pero, ¿para qué hacer conjeturas? Tenía tiempo; esto sería necesario, cuando dentro de<br />

dos minutos pudiera hallar la solución del problema.<br />

Por otra parte, el carcelero insistía; agitaba sus llaves como hombre que, en defecto de<br />

buenas razones, alega una consigna.<br />

—Esperadme un poco— dijo Juana—. Ya veis que me estaba desvistiendo para reposar<br />

algo. ¡Estoy tan fatigada estos últimos días!<br />

—Esperaré, señora, pero os ruego que penséis que el señor Doillot tiene mucha prisa.<br />

Juana cerró la puerta, se puso un vestido algo más fresco, tomó una capita y arregló a<br />

toda prisa sus cabellos. Apenas empleó cinco minutos en estos preparativos. Su corazón<br />

le anunciaba que el señor Doillot le traía la orden de partir inmediatamente y el medio<br />

de atravesar Francia de una manera discreta y cómoda. Sí, la reina habría pensado que<br />

su enemiga debía salir lo antes posible. La reina, ahora que estaba dictada la sentencia,<br />

debía esforzarse en irritar lo menos posible a esta enemiga, porque si una pantera es<br />

peligrosa cuando está encadenada, ¿qué no hay que temer de ella cuando está libre?<br />

Mecida por estos venturosos pensamientos, Juana, más que correr, voló tras el carcelero<br />

que la hizo descender por la pequeña escalera que la había llevado ya a la sala de<br />

audiencia. Pero en lugar de ir hacia dicha sala, y de dirigirse a la izquierda para entrar<br />

en la escribanía, el carcelero se dirigió hacia una pequeña puerta situada a la derecha.<br />

—¿Dónde vais?— preguntó Juana—. La escribanía está aquí.<br />

—Venid, venid, señora— dijo melosamente el carcelero—; es aquí donde os espera el<br />

señor Doillot.<br />

Pasó él primero y atrajo hacia sí a la condesa, que oyó cómo cerraba con estrépito tras<br />

ella las cerraduras exteriores de la maciza puerta.<br />

Juana, sorprendida, no se atrevió a preguntar nada a su guardián.

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