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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—No me engañaba; no hay más que cincuenta monedas.<br />

Roto el papel, rodó sobre la mesa.<br />

—¡Luises! ¡Dobles luises! —gritó la condesa—. ¡Cincuenta dobles luises! ¡Dos mil<br />

cuatrocientas libras!<br />

La alegría y la avidez se pintaban en sus ojos, y el ama Clotilde, despierta ante el<br />

espectáculo de una cantidad de oro que no había visto jamás, permanecía con la boca<br />

abierta y las manos juntas.<br />

—¡Cien luises! —repetía Juana de la Motte—. ¿Estas damas son, pues, tan ricas? ¡Oh,<br />

tengo que encontrarlas!...<br />

IV<br />

«P<strong>EL</strong>US»<br />

Madame de la Motte no se había engañado al suponer que el cabriolé que acababa de<br />

desaparecer llevaba a las dos damas de la caridad.<br />

En efecto, habían encontrado junto a la casa un cabriolé construido según la época, es<br />

decir, alto de ruedas, caja ligera, techo elevado y con una banqueta para el lacayo que<br />

iba detrás.<br />

Ese cabriolé, tirado por un caballo de cola corta, grupa carnosa y color bayo, había sido<br />

llevado por la calle de Saint-Claude, y guiado por el mismo conductor del trineo, al cual<br />

la dama de caridad había llamado Weber, como hemos sabido anteriormente.<br />

Weber sujetaba al caballo y trataba de moderar la impaciencia del fogoso animal, que<br />

removía con sus cascos nerviosos la nieve que se iba endureciendo poco a poco, a<br />

medida que anochecía.<br />

Cuando las dos damas aparecieron, dijo Weber:<br />

—Siñoga, quisiera haber traído a «Scibión», que es muy suave y fácil de llevar, pero<br />

«Scibión» cayó enfermo anoche; no haber más que «Pelus», y «Pelus» es díscolo.<br />

—Pero no para mí; ya lo sabéis, Weber —repuso la mayor de las damas—. La cosa no<br />

tiene importancia; tengo mano firme y estoy acostumbrada a conducir.<br />

—Yo sé que siñoga conducir bien, pero los caminos estar bien malos. ¿Dónde ir?<br />

—A Versalles.<br />

—¿Por los bulevares, entonces?<br />

—De ningún modo, Weber; ha helado y los bulevares estarán llenos de un hielo<br />

homicida. Las calles deben ofrecer menos resistencia, gracias a los millares de<br />

transeúntes que aplastarán la nieve. Vamos, Weber, de prisa.<br />

Weber sujetó al caballo mientras las damas subían rápidamente en el cabriolé. Después<br />

se colocó detrás y advirtió que había montado.<br />

La mayor de las damas, dirigiéndose a su compañera, dijo:<br />

—Andrea, ¿qué os parece esa condesa?<br />

Seguidamente aflojo las riendas y el caballo partió como un relámpago y dobló la<br />

esquina de la calle de Saint-Louis.<br />

Era el momento en que Juana de la Motte abría su ventana para llamar a las damas de la<br />

caridad.<br />

—Pienso, madame —respondió la que se llamaba Andrea—, que madame de la Motte<br />

es pobre y muy desgraciada.<br />

—Y bien educada, ¿verdad?<br />

—Sin duda.<br />

—Parece que te muestras fría cuando hablas de ella, Andrea.<br />

—No sé, pero..., lo confieso, tiene cierta astucia en su fisonomía que no me agrada.

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