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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Se lanzó hacia el armario, apoderándose de la llave. Ya se aproximaba a la cerradura de<br />

la reja.<br />

De pronto creyó ver en la línea negra del parapeto del puente, una forma negra que<br />

cortaba su uniforme regularidad.<br />

"Un hombre está ahí, en la sombra— pensó—. El abate, tal vez; vigila; me espera para<br />

prestarme socorro. Sí, pero... ¿Y si fuese un lazo?... ¿Si después de bajar al muelle fuese<br />

detenida en flagrante delito de evasión? ... ¡La evasión es la confesión del delito, o al<br />

menos del miedo! Quien se evade huye ante su conciencia... ¿De dónde viene este<br />

hombre? ... Parece que depende del señor de Provenza... Pero, ¿quién me dice que no es<br />

un emisario de la reina o de los Rohan?... ¿A qué precio se pagaría por parte de ellos un<br />

paso en falso dado por mí? Sí, hay alguien ahí que espía.<br />

"¡Hacerme huir unas horas antes de la sentencia! ¿No podían haberlo hecho antes si<br />

realmente querían ayudarme? ¡Dios mío! ¿Quién sabe si no ha llegado ya a oídos de mis<br />

enemigos la noticia de mi absolución acordada por el tribunal? ¿Quién sabe si no se<br />

quiere detener este golpe terrible para la reina, con una prueba o una confesión de mi<br />

culpabilidad? La confesión, la prueba, sería mi huida. ¡Me quedaré!"<br />

Juana se convenció de que había escapado de un lazo. Sonrió, levantó su astuta e<br />

intrépida cabeza y con paso seguro fue a colocar de nuevo la llave en el pequeño<br />

armario al lado de la chimenea.<br />

Después, sentada de nuevo en el sillón, entre la luz y la ventana, observó de lejos,<br />

simulando que dormía, la sombra de ese hombre que espiaba y que, cansado al fin de<br />

hacerlo, acabó por levantarse y desaparecer con los primeros resplandores del alba, a las<br />

dos y media de la mañana, cuando los ojos empiezan a distinguir el agua de los ríos.<br />

CAPITULO XCVI<br />

<strong>LA</strong> SENTENCIA<br />

Por la mañana, cuando todos los ruidos renacen, cuando París emprende de nuevo la<br />

vida, la condesa esperaba que la noticia de su absolución penetraría de pronto en la<br />

cárcel con la alegría y las felicitaciones de sus amigos.<br />

¿Tenía amigos? ¡ay! Nunca la fortuna y el favor quedan sin cortejo, y sin embargo<br />

Juana, que había alcanzado la riqueza, que fue poderosa, había recibido y dado sin<br />

conseguir siquiera la amistad banal del que desconoce a la persona caída en desgracia y<br />

a la que adulara el día antes.<br />

Pero después del triunfo que ella esperaba, Juana tendría partidarios, admiradores y<br />

envidiosos.<br />

Esperaba en vano, sin embargo, que penetrase en la sala del conserje Hubert esta oleada<br />

de gente de rostro alegre que le diera sus felicitaciones.<br />

De la inmovilidad de una persona convencida que deja que los brazos se dirijan a ella,<br />

Juana pasó, tal era la inclinación de su carácter, a una inquietud excesiva.<br />

Y como no siempre se puede disimular, no se molestó en ocultar sus impresiones a los<br />

guardianes.<br />

No le estaba permitido salir para ir a informarse, pero, pasó su cabeza por uno de los<br />

postigos de una ventana y así, ansiosa, prestó oído atento a los rumores de la plaza<br />

vecina.<br />

Juana oyó entonces, no un rumor, sino una verdadera explosión de bravos, gritos,<br />

aclamaciones; un estallido que la asustó, porque no tenía la seguridad de que fuese a ella<br />

a quien se testimoniase tanta simpatía.<br />

Estos aplausos alborotados se repitieron dos veces y dejaron paso a rumores de otra<br />

índole.

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