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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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cardenal a la reina o de la reina al cardenal; me parece que éstas son demasiado libres y<br />

familiares para ser de una soberana a un súbdito, y demasiado irreverentes para ser de<br />

un súbdito a una reina.<br />

El silencio profundo y terrible que acogió este ataque, debió probar a Juana que no<br />

había hecho sino inspirar horror a sus enemigos, espanto a sus partidarios y<br />

desconfianza a los jueces imparciales. No dejó el banquillo sino con la dulce esperanza<br />

de que el cardenal se sentara también en él. Esta venganza le satisfacía. Hay que pensar,<br />

pues, lo que fue de ella cuando al volverse una última vez para ver ese asiento de<br />

oprobio en el que forzara a un Rohan a sentarse, no vio ya el banquillo, el que,<br />

cumpliendo órdenes del tribunal, había sido sacado por los ujieres y sustituido por un<br />

sillón.<br />

Un rugido de rabia salió de su pecho, corrió fuera de la sala y se mordió las manos<br />

frenéticamente.<br />

Comenzaba su suplicio.<br />

El cardenal avanzaba lentamente a su vez.<br />

Dos ujieres y dos escribanos le acompañaban; el gobernador de la Bastilla marchaba a<br />

su lado. Al entrar, un murmullo de simpatía y de respeto partió de los bancos del<br />

tribunal. Fuertes aclamaciones se oyeron afuera. Era el pueblo que saludaba al acusado<br />

y lo recomendaba a los jueces.<br />

El príncipe Luis estaba pálido, muy emocionado. Vestido con un largo traje de<br />

ceremonia, se presentaba con el respeto y la condescendencia debida a los jueces por un<br />

acusado que acepta su jurisdicción y la invoca.<br />

Indicaron el sillón al cardenal, cuya mirada temía abarcar el recinto y después que el<br />

presidente le hubo dirigido un saludo y unas palabras de aliento, todo el tribunal le rogó<br />

que se sentase, con una benevolencia que redoblaba la palidez y la emoción del acusado.<br />

Cuando tomó la palabra, su voz temblorosa, cortada por los suspiros, sus ojos turbados,<br />

su aspecto humilde, provocaron profunda compasión en el auditorio. Se explicó<br />

lentamente, alegando excusas más que pruebas, súplicas más que razonamientos;<br />

deteniéndose de pronto, él, hombre elocuente, produjo con esta paralización de su<br />

espíritu y de su valor, un efecto más poderoso que todos los alegatos y todos los<br />

argumentos.<br />

Tras él apareció Olive. La pobre joven tuvo que sentarse en el banquillo. Muchas<br />

personas se estremecieron al ver esta viva imagen de la reina en el banquillo odioso en<br />

que se había sentado Juana de La Motte. Este fantasma de María Antonieta, reina de<br />

Francia, en el banquillo de los ladrones y falsarios, espantó a los más ardientes<br />

perseguidores de la monarquía. Mas el espectáculo sedujo a muchos, como le ocurre al<br />

tigre al que se hace gustar la sangre.<br />

Se decía por doquier que el escribano había sacado a Olive el hijo que estaba<br />

amamantando, pero cuando se abrió la puerta los lloros del hijo de Beausire vinieron a<br />

abogar dolorosamente en favor de su madre.<br />

Después de Olive compareció Cagliostro, el menos culpable de todos. No se le ordenó<br />

que se sentase, aunque el sillón había sido conservado cerca del banquillo.<br />

El tribunal temía los alegatos de Cagliostro. Un simulacro de interrogatorio, cortado por<br />

un ¡está bien! del presidente Alígre, satisfizo las exigencias de la formalidad.<br />

Entonces el tribunal anunció que los debates habían terminado y que empezaba la<br />

deliberación.<br />

La muchedumbre desfiló lentamente por las calles y muelles, prometiéndose volver por<br />

la noche para oír la sentencia que, según se decía, no tardaría en ser pronunciada.<br />

CAPITULO XCV<br />

UNA REJA Y UN ABATE

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