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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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secundarme. Pero, ¿por qué no habláis? Aclararé las circunstancias de este misterioso<br />

asunto y os juro que confirmaré todo cuanto habéis adelantado. Reflexionad bien, señor<br />

cardenal, que si tomo sobre mí la responsabilidad de hablar la primera y vos desaprobáis<br />

lo que yo podría decir, estoy perdida y no escaparé de la venganza de la que nos quiere<br />

sacrificar.<br />

"Vos, en cambio, no tenéis nada semejante que temer de mi parte, puesto que mi<br />

adhesión os es bien conocida. Si ella se mostrara implacable, vuestra causa sería<br />

también la mía; lo sacrificaría todo para sustraeros de los efectos de su odio, o nuestra<br />

desgracia será común.<br />

"P. D. Le he escrito a ella una carta que la decidirá, según espero, si no a decir la<br />

verdad, al menos a no aniquilarnos a nosotros que no hemos cometido otro delito que<br />

nuestro error y nuestro silencio."<br />

Esta carta fue entregada por Juana al cardenal en su último careo en el gran locutorio de<br />

la Bastilla y se vio al cardenal, sonrojarse, palidecer y estremecerse ante semejante<br />

audacia, viéndosele salir luego para tomar aliento.<br />

En cuanto a la carta de la reina, fue entregada en el mismo instante por la condesa al<br />

abate Lekel, limosnero de la Bastilla que había acompañado al cardenal al locutorio y<br />

que era adicto a los intereses de los Rohan.<br />

—Señor— dijóle ella—, si os encargáis de hacer llegar este mensaje, podéis cambiar la<br />

suerte del señor de Rohan y la mía. Enteraos de lo que dice. Sois un hombre obligado a<br />

guardar secreto por vuestro cargo. Os convenceréis que llamo en la única puerta ante la<br />

que podemos pedir socorro el señor cardenal y yo.<br />

El limosnero se negó.<br />

—No veis que, siendo yo eclesiástico— contestó—, Su Majestad creerá que la habéis<br />

escrito después de mis consejos y me lo habéis confesado todo; yo no puedo consentir<br />

en perderme.<br />

—Pues bien— dijo Juana desesperando del éxito de su astucia, pero queriendo obligar<br />

al cardenal por la intimidación—, decid al señor de Rohan que me queda un medio de<br />

probar mi inocencia presentando las cartas que él escribía a la reina. Me repugna utilizar<br />

este medio, pero en nuestro común interés me decidiré a ello.<br />

Y viendo al limosnero espantado por estas amenazas, trató de nuevo de poner en sus<br />

manos la terrible carta dirigida a la reina.<br />

—Si recoge la carta, estoy salvada, porque entonces, en plena audiencia, le preguntaré<br />

qué ha hecho de ella y si la ha entregado a la reina, requiriéndole para que me dé su<br />

respuesta. Si no la ha entregado, la reina está perdida, pues la vacilación de los Rohan<br />

habrá demostrado su delito y mi inocencia.<br />

Pero apenas el abate Lekel tocó la carta con sus manos, la devolvió como si le quemase.<br />

—Prestad atención— dijo Juana pálida de cólera—, no corréis ningún riesgo, porque he<br />

metido la carta de la reina en un sobre dirigido a la señora de Misery.<br />

—¡Razón de más!— exclamó el abate—; dos personas sabrían entonces el secreto.<br />

Doble motivo de resentimiento para la reina. No, me niego.<br />

Y rechazó la mano de la condesa.<br />

—Notad que me obligáis a hacer uso de las cartas del señor de Rohan.<br />

—Haced lo que gustéis, señora.<br />

—Cuando os declaro que la prueba de una correspondencia secreta con Su Majestad<br />

hará caer sobre el cadalso la cabeza del cardenal, os limitáis a decirme: "Haced lo que<br />

gustéis". Bien; mas tened en cuenta que os advertí.<br />

La puerta se abrió en aquel momento y apareció en el umbral, soberbio y majestuoso, el<br />

príncipe de Rohan.

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