EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
—Os los voy a dar en seguida— exclamó el anfitrión, asustado al notar las burlonas familiaridades de sus invitados. —No os apresuréis— le dijeron. —Sí, así tendré la conciencia tranquila después de haber pagado. Se tiene o no se tiene delicadeza. E intentó dejarlos para ir a buscar el dinero. Pero aquellos hombres tenían costumbres de alguacil, hábitos arraigados que difícilmente se pierden una vez adquiridos. Teniendo a su presa, no se sabían separar ya de ella, de la misma manera que el buen perro de caza no abandona la perdiz herida hasta ponerla en manos del cazador. Por eso, los dos, se quedaron tan aturdidos, que, con una simultaneidad admirable pusiéronse a gritar: —¡Señor Beausire! ¡Querido señor Beausire! Y le detuvieron, asiéndole por los faldones de su vestido de paño verde. —¿Qué ocurre?— preguntó Beausire. —No nos dejéis, por favor— dijeron ambos obligándole galantemente a sentarse de nuevo. —¿Pero cómo queréis que os dé el dinero si no subo a buscarlo? —Ya os acompañaremos— respondió Positivo con amenazadora tranquilidad. —Es que está en la habitación de mi mujer— objetó Beausire. Mas esta palabra que él consideraba como un medio de cortar todo altercado fue para los esbirros la chispa que encendió la pólvora. —¡Ah!— gritó uno de los agentes—. ¿Por qué ocultáis a vuestra mujer? —¿Acaso nosotros no somos presentables?— apoyó el otro. —Si supieseis lo que hemos hecho por vos, os portaríais más honradamente— prosiguió el primero. —Y nos daríais todo lo que os pedimos— agregó temerariamente el segundo. —¡Cómo! ¡Me parece que levantáis mucho la voz, caballeros!—. dijo Beausire. —Queremos ver a tu mujer— contestó Positivo. —Y yo os declaro que os echaré fuera— gritó Beausire, que se sentía fuerte bajo los efectos de la bebida. Le contestaron con una carcajada que debió cohibirle. Mas no hizo caso y se obstinó. —Ahora no tendréis ni siquiera el dinero que os prometí. Marchaos. Ellos se pusieron a reír más estrepitosamente que antes. Beausire, temblando y colérico, dijo con voz ahogada: —Bien sé lo que queréis: armar alboroto y hablar; pero si lo hacéis os perderéis como yo. Continuaron riendo entre ellos; la broma les parecía excelente. Esta fue su sola respuesta. Beausire creyó que les iba a espantar con un golpe de audacia y corrió hacia la escalera, no como un hombre que se dirige a buscar dinero, sino como quien va en busca de un arma. Los esbirros se levantaron de la mesa y lo sujetaron con sus largas manos. Este empezó a gritar. En aquel momento se abrió una puerta de las habitaciones del primer piso y apareció una mujer, al ver la cual los hombres dejaron a Beausire y lanzaron un grito que era de alegría, de triunfo. Acababan de reconocer a la que tanto se parecía a la reina de Francia. Beausire, que les creyó por un momento desarmados por la aparición de una mujer, se vio muy pronto cruelmente desilusionado. Acercóse Positivo a la señorita Olive y con tono muy cortés, teniendo en cuenta el parecido, le dijo:
—¡Hola, hola! ¡Os arresto en nombre de la ley! —¡Arrestarla!— gritó Beausire—. ¿Por qué? —Porque el señor de Crosne nos ha dado la orden de hacerlo así— dijo el otro agente— y como pertenecemos al servicio del señor de Crosne... Un rayo, cayendo entre los dos amantes, no les hubiera espantado más que esta declaración. —He aquí a lo que conduce el no haber sido gentil— dijo Positivo a Beausire. El agente no procedía con lógica y su compañero se lo hizo observar diciéndole: —Dices mal, Legrigneux, porque si Beausire se hubiera mostrado gentil nos habría presentado a la señora y de todas maneras la hubiéramos detenido. Beausire tenía su ardorosa cabeza entre las manos. No se daba cuenta ni de que sus dos criados, hombre y mujer, contemplaban desde el final de la escalera la extraña escena que tenía lugar en mitad de ella. Tuvo una idea que le hizo sonreír y le despejó rápidamente. —¿Vinisteis para arrestarme a mí?— preguntó a los agentes. —No, fue obra de la casualidad— respondiéronle ingenuamente. —No importa; podíais arrestarme y por sesenta luises me dejabais libre. —¡Oh, no! Nuestra intención era pedir sesenta más. —Y no tenemos más que una sola palabra— agregó el otro—; de manera que, por ciento veinte luises os dejaremos libre. —¿Y la señora?— dijo Beausire. —¡Oh! La señora es diferente— replicó Positivo. —La señora vale doscientos luises, ¿no es cierto? — insinuó Beausire. Los agentes comenzaron de nuevo aquella risa terrible, comprensible ahora para Beausire. —¡Trescientos!...— dijo—; cuatrocientos.. ., mil luises. Pero dejadla libre. Los ojos de Beausire brillaban mientras hablaba. —¿No me respondéis? Vosotros sabéis que tengo dinero y me queréis hacer pagar. Os daré mil luises, cuarenta, mil libras, pero dejadla libre. —¿Quieres, pues, mucho a esta mujer?— preguntó Positivo. Fue a su vez Beausire quien rió; esa espantosa risa irónica pintaba muy bien su amor desesperado. Los dos esbirros tuvieron miedo y decidieron evitar que estallase la desesperación que se leía en los angustiados ojos del amante de Nicolasa. Tomaron dos pistolas de sus bolsillos y apuntándole, le dijeron: —Por cien mil escudos no te devolveríamos esta mujer. El señor de Rohan nos dará quinientas mil libras y la reina un millón. Beausire levantó los ojos al cielo con una expresión que hubiera enternecido a cualquier fiera que no hubiera sido un esbirro. —Vamos— dijo Positivo—. Debéis tener por aquí algún carruaje. Haced que enganchen para la señora; bien le debéis esta atención. —Y como somos buenos diablos, no abusaremos— dijo el otro—. Vos nos acompañaréis, cumpliendo las fórmulas; cuando estemos en la carretera, volveremos la cabeza y vos saltaréis sin que reparemos en ello hasta qué tengáis mil pasos de ventaja. ¿No os parece bien? Beausire se limitó a responder: —Donde ella vaya iré yo. No la abandonaré jamás en esta vida. —¡Oh! Ni en la otra— dijo Olive helada por el terror. —Tanto mejor, entonces— interrumpió Positivo—; cuantos más presos llevamos al señor de Crosne, más nos reímos.
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—Os los voy a dar en seguida— exclamó el anfitrión, asustado al notar las burlonas<br />
familiaridades de sus invitados.<br />
—No os apresuréis— le dijeron.<br />
—Sí, así tendré la conciencia tranquila después de haber pagado. Se tiene o no se tiene<br />
delicadeza.<br />
E intentó dejarlos para ir a buscar el dinero.<br />
Pero aquellos hombres tenían costumbres de alguacil, hábitos arraigados que<br />
difícilmente se pierden una vez adquiridos. Teniendo a su presa, no se sabían separar ya<br />
de ella, de la misma manera que el buen perro de caza no abandona la perdiz herida<br />
hasta ponerla en manos del cazador.<br />
Por eso, los dos, se quedaron tan aturdidos, que, con una simultaneidad admirable<br />
pusiéronse a gritar:<br />
—¡Señor Beausire! ¡Querido señor Beausire!<br />
Y le detuvieron, asiéndole por los faldones de su vestido de paño verde.<br />
—¿Qué ocurre?— preguntó Beausire.<br />
—No nos dejéis, por favor— dijeron ambos obligándole galantemente a sentarse de<br />
nuevo.<br />
—¿Pero cómo queréis que os dé el dinero si no subo a buscarlo?<br />
—Ya os acompañaremos— respondió Positivo con amenazadora tranquilidad.<br />
—Es que está en la habitación de mi mujer— objetó Beausire.<br />
Mas esta palabra que él consideraba como un medio de cortar todo altercado fue para<br />
los esbirros la chispa que encendió la pólvora.<br />
—¡Ah!— gritó uno de los agentes—. ¿Por qué ocultáis a vuestra mujer?<br />
—¿Acaso nosotros no somos presentables?— apoyó el otro.<br />
—Si supieseis lo que hemos hecho por vos, os portaríais más honradamente— prosiguió<br />
el primero.<br />
—Y nos daríais todo lo que os pedimos— agregó temerariamente el segundo.<br />
—¡Cómo! ¡Me parece que levantáis mucho la voz, caballeros!—. dijo Beausire.<br />
—Queremos ver a tu mujer— contestó Positivo.<br />
—Y yo os declaro que os echaré fuera— gritó Beausire, que se sentía fuerte bajo los<br />
efectos de la bebida.<br />
Le contestaron con una carcajada que debió cohibirle. Mas no hizo caso y se obstinó.<br />
—Ahora no tendréis ni siquiera el dinero que os prometí. Marchaos.<br />
Ellos se pusieron a reír más estrepitosamente que antes.<br />
Beausire, temblando y colérico, dijo con voz ahogada:<br />
—Bien sé lo que queréis: armar alboroto y hablar; pero si lo hacéis os perderéis como<br />
yo.<br />
Continuaron riendo entre ellos; la broma les parecía excelente. Esta fue su sola<br />
respuesta. Beausire creyó que les iba a espantar con un golpe de audacia y corrió hacia<br />
la escalera, no como un hombre que se dirige a buscar dinero, sino como quien va en<br />
busca de un arma. Los esbirros se levantaron de la mesa y lo sujetaron con sus largas<br />
manos.<br />
Este empezó a gritar. En aquel momento se abrió una puerta de las habitaciones del<br />
primer piso y apareció una mujer, al ver la cual los hombres dejaron a Beausire y<br />
lanzaron un grito que era de alegría, de triunfo.<br />
Acababan de reconocer a la que tanto se parecía a la reina de Francia.<br />
Beausire, que les creyó por un momento desarmados por la aparición de una mujer, se<br />
vio muy pronto cruelmente desilusionado.<br />
Acercóse Positivo a la señorita Olive y con tono muy cortés, teniendo en cuenta el<br />
parecido, le dijo: