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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Esa frase —continuó Juana— era: «Señor, tened piedad de una huerfanita que<br />

desciende en línea directa de Enrique de Valois».<br />

—¡Oh!... ¿Eso hizo? —exclamó la mayor de las visitantes con un gesto de indignación.<br />

—¿Y qué efecto producía esa frase a los que se la dirigíais? —preguntó la más joven.<br />

—Unos me escuchaban con piedad —dijo Juana—; otros se irritaban y me amenazaban.<br />

Algunos, todavía más caritativos que los primeros, me advirtieron que corría un peligro<br />

pronunciando aquellas palabras, que podían llegar a oídos prevenidos, pero yo no<br />

conocía más que un peligro, el de desobedecer a mi madre, ni más que un temor, el de<br />

ser golpeada.<br />

—¿Y qué se conseguía con todo eso?<br />

—¡Por Dios, madame..! Se conseguía lo que mi madre esperaba: yo llevaba un poco de<br />

dinero a casa, y mi padre vio retrasarse durante algunos días la espantosa perspectiva<br />

que le aguardaba: el hospital.<br />

Los rasgos de la mayor de las visitantes se contrajeron y las lágrimas asomaron a los<br />

ojos de la más joven.<br />

—En fin, madame... A pesar de la ayuda que reportaba a mi padre este repugnante<br />

oficio, me sublevaba. Un día, en lugar de dirigirme a los transeúntes, de perseguirlos<br />

con mi acostumbrada frase, me senté en un mojón del camino, donde permanecí durante<br />

una parte del día, como aniquilada. Al anochecer volví a casa con las manos vacías. Mi<br />

madre me golpeó tanto que a la mañana siguiente estuve enferma. Fue entonces cuando<br />

mi padre, privado de toda clase de ingresos, tuvo que acogerse en el Hótel-Dieu, donde<br />

murió.<br />

—¡Horrible historia! —murmuraron las dos damas.<br />

—Y entonces, ¿qué hicisteis vos después de la muerte de vuestro padre?<br />

—Dios tuvo piedad de mí. Al mes de la muerte de mi pobre padre, mi madre huyó con<br />

un soldado, su amante, abandonándonos a mi hermano y a mí.<br />

—Quedasteis huérfanos.<br />

—Oh, madame... Nosotros, al contrario que otros, sólo nos sentimos huérfanos cuando<br />

tuvimos una madre. La caridad pública nos adoptó, pero como mendigar nos repugnaba,<br />

no lo hacíamos más que en la medida de nuestras fuerzas. Dios manda a sus criaturas<br />

buscar la forma de sobrevivir.<br />

—¡Dios mío!<br />

—¿Qué os podría decir, madame? Un día tuve la dicha de encontrar una carroza que<br />

subía despacio por la cuesta del bulevar Saint-Marcel. Cuatro lacayos iban detrás;<br />

delante, una mujer bella y joven. Le tendí la mano, y ella me interrogó. Mi respuesta y<br />

mi nombre la estremecieron de sorpresa, pero luego creyó que todo era un embuste.<br />

Entonces le di mi dirección y todos los datos. A la mañana siguiente ella sabía que no<br />

había mentido. Entonces nos adoptó a mi hermano y a mí. A él lo colocó en un<br />

regimiento y a mí en un obrador de costura. Estábamos salvados del hambre.<br />

—¿Esa dama no es acaso madame de Boulainvilliers?<br />

—La misma.<br />

—Ha muerto, según creo.<br />

—Sí. Su muerte volvió a hundirme en el abismo.<br />

—Su marido vive todavía; es rico.<br />

—A su marido, madame, es a quien debo todas mis desgracias de muchacha, como debo<br />

a mi madre las de niña. Yo había crecido; quizá era algo bella... Lo cierto es que él se<br />

dio cuenta y quiso poner un precio a sus bondades. Rehusé. Fue en ese tiempo cuando<br />

murió madame de Boulainvilliers, y yo, a quien ella había casado con un bravo y leal<br />

militar, conde de la Motte, estaba alejada de mi marido, más abandonada después de la<br />

muerte de ella que lo que estuve después de la de mi padre.

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