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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Esta tarde —dijo— me despediré de monseñor, pero por lo menos hasta el último<br />

momento le serviré como es conveniente.<br />

Retrocedió dos pasos hacia la puerta.<br />

—¿A qué llamáis vos «como es conveniente»? Aprended, monsieur, que las cosas<br />

deben hacerse como a mí me convienen. He aquí la conveniencia. Pues bien, deseo<br />

comer a las cuatro, y cuando deseo comer a las cuatro, no admito que me sirváis a las<br />

cinco.<br />

—Señor mariscal —dijo con sequedad el maestresala—, yo he servido de mayordomo<br />

al príncipe de Soubise y de intendente al príncipe cardenal Louis de Rohan; en casa del<br />

primero, Su Majestad el difunto rey de Francia comía una vez al año; en casa del<br />

segundo. Su Majestad el emperador de Austria lo hacía una vez al mes. Por lo tanto, sé<br />

cómo tratar a los soberanos, monseñor. En casa del príncipe de Soubise, el rey Luis XV<br />

se llamaba en vano barón de Gonesse, pero no dejaba de ser un rey. En casa del<br />

segundo, es decir, en casa del príncipe de Rohan, el emperador José se hacía llamar<br />

conde de Packenstein, pero no dejaba de ser un Emperador. Hoy, el señor mariscal<br />

recibe a un convidado, que en vano se hace llamar conde de Haga, pues no por eso deja<br />

de ser rey de Suecia. Me iré esta tarde de la residencia del señor mariscal, donde el<br />

conde de Haga será tratado como un rey.<br />

—Eso es precisamente lo que os prohíbo, obstinado; el conde de Haga desea mantener<br />

el incógnito más severo. ¡Pardiez! En eso conozco vuestra estúpida vanidad, señores de<br />

la servilleta. No es precisamente a la corona a quien honráis, sino que os glorificáis a<br />

vosotros mismos con nuestros escudos.<br />

—Supongo —observó con acritud el maestresala— que, cuando monseñor habla de<br />

dinero, no lo hace en serio.<br />

—Por supuesto que no —dijo el mariscal, casi con humildad—. No. ¿Dinero? ¿Quién<br />

diablos os habla de dinero? No deis la vuelta a la cuestión, os lo suplico, y repito que no<br />

deseo que se hable aquí del rey.<br />

—Pero, señor mariscal, ¿por quién me tomáis? ¿Pensáis que estoy ciego? Ni por un<br />

instante se hablará aquí de rey alguno.<br />

—Pues no os obstinéis y servidme la comida a las cuatro.<br />

—No, señor mariscal. Porque a las cuatro no habrá llegado lo que espero.<br />

—¿Y qué esperáis? ¿Un pescado, como monsieur Vatel?<br />

—Monsieur Vatel, monsieur Vatel...1 —murmuró el maestresala.<br />

—¿Os extraña la comparación?<br />

—No. Pero, por una cuchillada que monsieur Vatel se dio en el cuerpo, ya es inmortal.<br />

—¿Y os parece, monsieur, que vuestro colega ha pagado muy barato la gloria?<br />

—No, monseñor. Pero hay otros que sufren más que él en nuestra profesión y padecen<br />

dolores y humillaciones cien veces peores que una cuchillada, y, sin embargo, no son<br />

inmortales.<br />

—Monsieur, ¿no sabéis que para ser inmortal es necesario pertenecer a la Academia o<br />

haber muerto?<br />

—Monseñor, si es así, prefiero seguir vivo y cumplir con mi obligación. Yo no moriré y<br />

cumpliré con mi deber, al igual que habría hecho Vatel si el señor príncipe de Conde<br />

hubiese tenido la paciencia de esperar media hora.<br />

—Me prometéis maravillas. Sois muy hábil.<br />

—No, monseñor; no prometo ninguna maravilla.<br />

—Entonces, ¿qué es lo que estáis esperando?<br />

—¿Monseñor desea que se lo diga?<br />

—Claro que sí. Soy muy curioso.<br />

—Pues bien, monseñor: espero una botella de vino.

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