EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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En el público causaba asombro que un Rohan pudiese ser acusado de robo. Por eso, los oficiales y el gobernador de La Bastilla testimoniaban al cardenal la deferencia y el respeto debidos al infortunio. Para ellos no era un acusado, sino un hombre en desgracia. Apenas se difundió en el público el rumor de que el señor de Rohan sucumbía víctima de las intrigas de la corte, creció su prestigio, pues la simpatía que inspiraba se trocó en respeto. El señor de Rohan, uno de los primeros entre los nobles del reino, no comprendía que el amor del pueblo se debiese únicamente al hecho de haber sido perseguido por alguien más noble que él. El señor de Rohan, última víctima del despotismo, era, de hecho, uno de los primeros revolucionarios de Francia. Su entrevista con la señora de La Motte quedó señalada por un incidente notable. La condesa, a quien se permitía hablar en voz baja cuando se trataba de la reina, conseguía éxito al decirle al cardenal: —Alejad a todo el mundo y os aclararé cuanto gustéis. Entonces el señor de Rohan deseó hallarse solo y pidió se le interrogase en voz baja. Negósele esta petición, pero se permitió a su consejero que se entrevistase con la condesa. Por lo que respecta al collar, ella contestó que ignoraba lo que había sido de él, agregando que acaso se lo hubieran entregado. Cuando el defensor, indignado por su audacia se la reprochó, preguntóle ella si el servicio que había prestado a la reina y al cardenal no valía un millón. El abogado repitió estas palabras al cardenal, que palideció al oírlas, bajó la cabeza y adivinó que había caído en el lazo tendido por esta mujer infernal. Pero si él estaba dispuesto ya a ahogar el alboroto del asunto, que perdía a la reina, tanto sus enemigos como sus amigos le impulsaban a continuar las hostilidades. Se le objetaba que su honor estaba en juego; que se trataba de un robo; que sin sentencia del parlamento su inocencia no quedaría probada, y que para hacer resplandecer esta inocencia era necesario demostrar las relaciones del cardenal con la reina y poner de relieve por lo tanto el crimen de ésta. Ante tal reflexión, Juana contestó que ella no acusaría jamás a la reina, como tampoco al cardenal, pero que si se persistía en hacerla responsable del robo del collar, se vería obligada a decir lo que no quería: que tanto la reina como el cardenal tenían interés en acusarla de embustera. Cuando estas conclusiones fueron comunicadas al cardenal, el príncipe hizo patente su desprecio por la que intentaba sacrificarle así. Añadió que hasta cierto punto comprendía la conducta de Juana, pero no así la de la reina. Todas estas palabras, que se le comunicaban debidamente comentadas, suscitaban la irritación de la reina. Quiso que se preparase un interrogatorio particular sobre las partes misteriosas del proceso. El agravio de las entrevistas nocturnas apareció entonces, ampliado por los calumniadores y los forjadores de noticias. Pero fue entonces cuando la reina se halló amenazada. Ante personas adictas a la reina, Juana sostenía que no sabía de qué se le hablaba, pero frente a las del cardenal, no se mostraba tan discreta y repetía: —Si no me dejan tranquila hablaré... Estas reticencias y esta modestia la habían convertido en heroína y enredado el proceso hasta el punto de que los más intrépidos escudriñadores de legajos se embarullaban consultando las piezas y ningún juez instructor se atrevía a proseguir los interrogatorios de la condesa. ¿Era el cardenal más débil, más franco? ¿Confesaba a algún amigo lo que llamaba su secreto de amor? No se sabe; pero no hay que creer tal cosa, porque el príncipe era un

noble y devoto corazón. Pero por muy leal que fuese, su coloquio con la reina se difundió. Todo lo que había dicho el conde de Provenza, todo lo que Charny y Felipe habían sabido y visto, todos los arcanos indescifrables para quienes no fuesen pretendientes, como el hermano del rey, o rivales en amor, como Charny y Felipe, todo el misterio de estos calumniados y castos amores, se evaporó como un perfume y difundido en una atmósfera vulgar, perdió el aroma ilustre de su origen. Puede imaginarse si la reina halló cálidos defensores y si el señor de Rohan encontró celosos adictos. La cuestión no era el preguntar si la reina había robado o no un collar de diamantes, pregunta bastante deshonrosa en sí, pero insuficiente. En realidad, la interrogación que se hacía la gente era ésta: "¿Había dejado robar la reina el collar por alguien que estaba al tanto de sus amores adúlteros?" He aquí en qué forma había conseguido la señora de La Motte plantear las cosas. De esta manera la reina no tenía otra salida que el deshonor. Pero no se dejó abatir, resolvió luchar y el rey apoyó su decisión. También el ministerio apoyóla con todas sus fuerzas. María Antonieta recordó que el señor de Rohan era un hombre honrado incapaz de querer perder a una mujer. Pensó en la seguridad del príncipe cuando le juraba haber acudido a las citas de Versalles. Dedujo de esto que el cardenal no era su enemigo directo y que no tenía en la cuestión más que el interés de defender su honor. Desde aquel momento se dirigió todo el esfuerzo del proceso hacia la condesa, tratándose de buscar las huellas del collar perdido. La reina, aceptando el debate sobre la acusación de adulterio lanzaba contra Juana la acusación de robo. Todo se alzaba contra la condesa: sus antecedentes, su primera miseria, su extraña elevación; la nobleza no aceptaba aquella princesa del azar; el pueblo no podía reivindicarla; el pueblo odia por instinto a los aventureros y no les perdona ni el éxito. Juana se dio cuenta de que había seguido un camino equivocado y que la reina, al sufrir la acusación y no cediendo ante el temor al escándalo, comprometía al cardenal a imitarla; que ambos temperamentos leales acabarían por entenderse y por hallar la luz, e inclusive en el caso de que sucumbiesen, la caída sería tan terrible que la arrastrarían también a ella, princesa de un millón robado que ni siquiera tenía en la mano para corromper a losjueces. Así estaban las cosas cuando un nuevo episodio cambió el curso de los acontecimientos. El señor de Beausire y la señorita Olive vivían felices y ricos en el fondo de una casa de campo, cuando un día, el caballero, que había dejado a la señora en la casa para ir a cazar, trabó conocimiento con dos de los agentes del señor de Crosne que estaban desparramados por toda Francia buscando la clave de esta intriga. Los dos amantes ignoraban todo lo que ocurría en París; no pensaban más que en sí mismos. Beausire, como decíamos, había salido aquel día para cazar liebres. Halló una bandada de perdices que le obligó a atravesar una carretera. He aquí cómo buscando lo que buscar no debía, encontró lo que no buscaba. También los agentes buscaban a Olive y hallaron a Beausire. Uno de estos agentes era hombre de talento. Cuando hubo reconocido a Beausire, en lugar de arrestarle brutalmente, lo que no hubiera conducido a nada, proyectó lo siguiente con su compañero: —Beausire caza; luego es bastante rico y libre; tal vez tiene cinco o seis luises en el bolsillo y hasta es posible que tenga doscientos o trescientos en su domicilio. Dejémosle

En el público causaba asombro que un Rohan pudiese ser acusado de robo. Por eso, los<br />

oficiales y el gobernador de La Bastilla testimoniaban al cardenal la deferencia y el<br />

respeto debidos al infortunio. Para ellos no era un acusado, sino un hombre en<br />

desgracia.<br />

Apenas se difundió en el público el rumor de que el señor de Rohan sucumbía víctima<br />

de las intrigas de la corte, creció su prestigio, pues la simpatía que inspiraba se trocó en<br />

respeto.<br />

El señor de Rohan, uno de los primeros entre los nobles del reino, no comprendía que el<br />

amor del pueblo se debiese únicamente al hecho de haber sido perseguido por alguien<br />

más noble que él. El señor de Rohan, última víctima del despotismo, era, de hecho, uno<br />

de los primeros revolucionarios de Francia.<br />

Su entrevista con la señora de La Motte quedó señalada por un incidente notable. La<br />

condesa, a quien se permitía hablar en voz baja cuando se trataba de la reina, conseguía<br />

éxito al decirle al cardenal:<br />

—Alejad a todo el mundo y os aclararé cuanto gustéis.<br />

Entonces el señor de Rohan deseó hallarse solo y pidió se le interrogase en voz baja.<br />

Negósele esta petición, pero se permitió a su consejero que se entrevistase con la<br />

condesa. Por lo que respecta al collar, ella contestó que ignoraba lo que había sido de él,<br />

agregando que acaso se lo hubieran entregado.<br />

Cuando el defensor, indignado por su audacia se la reprochó, preguntóle ella si el<br />

servicio que había prestado a la reina y al cardenal no valía un millón.<br />

El abogado repitió estas palabras al cardenal, que palideció al oírlas, bajó la cabeza y<br />

adivinó que había caído en el lazo tendido por esta mujer infernal.<br />

Pero si él estaba dispuesto ya a ahogar el alboroto del asunto, que perdía a la reina, tanto<br />

sus enemigos como sus amigos le impulsaban a continuar las hostilidades.<br />

Se le objetaba que su honor estaba en juego; que se trataba de un robo; que sin sentencia<br />

del parlamento su inocencia no quedaría probada, y que para hacer resplandecer esta<br />

inocencia era necesario demostrar las relaciones del cardenal con la reina y poner de<br />

relieve por lo tanto el crimen de ésta.<br />

Ante tal reflexión, Juana contestó que ella no acusaría jamás a la reina, como tampoco<br />

al cardenal, pero que si se persistía en hacerla responsable del robo del collar, se vería<br />

obligada a decir lo que no quería: que tanto la reina como el cardenal tenían interés en<br />

acusarla de embustera.<br />

Cuando estas conclusiones fueron comunicadas al cardenal, el príncipe hizo patente su<br />

desprecio por la que intentaba sacrificarle así. Añadió que hasta cierto punto<br />

comprendía la conducta de Juana, pero no así la de la reina.<br />

Todas estas palabras, que se le comunicaban debidamente comentadas, suscitaban la<br />

irritación de la reina. Quiso que se preparase un interrogatorio particular sobre las partes<br />

misteriosas del proceso. El agravio de las entrevistas nocturnas apareció entonces,<br />

ampliado por los calumniadores y los forjadores de noticias.<br />

Pero fue entonces cuando la reina se halló amenazada. Ante personas adictas a la reina,<br />

Juana sostenía que no sabía de qué se le hablaba, pero frente a las del cardenal, no se<br />

mostraba tan discreta y repetía:<br />

—Si no me dejan tranquila hablaré...<br />

Estas reticencias y esta modestia la habían convertido en heroína y enredado el proceso<br />

hasta el punto de que los más intrépidos escudriñadores de legajos se embarullaban<br />

consultando las piezas y ningún juez instructor se atrevía a proseguir los interrogatorios<br />

de la condesa.<br />

¿Era el cardenal más débil, más franco? ¿Confesaba a algún amigo lo que llamaba su<br />

secreto de amor? No se sabe; pero no hay que creer tal cosa, porque el príncipe era un

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