EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
Olive se preparaba a huir, mediante los preparativos de Juana, cuando Beausire, advertido por un aviso anónimo, jadeante por el encuentro de Nicolasa entre cuyos brazos se encontró, se la llevaba de la casa de Cagliostro mientras que el señor Reteau de Villette esperaba en vano al final de la calle Roi-Doré. Para hallar a los dos amantes, que el señor de Crosne tenía tanto interés en descubrir, la señora de La Motte, que se sentía engañada, puso en campaña a todos sus confidentes. Ella prefería, y se explica, cuidar por sí misma su secreto que dejarlo en manos de terceras personas, y para el buen éxito del negocio que preparaba le era indispensable que Nicolasa no fuera hallada. Sería imposible describir las angustias que sufrió cuando los emisarios, al volver, le anunciaron que sus averiguaciones habían resultado inútiles. En aquel momento recibía, una tras otra, numerosas órdenes de la reina en el sentido de que compareciera ante ella para responder de su conducta a propósito del collar. De noche, tapada, partió para Bar-Sur-Aube, donde tenía un apeadero y a donde llegó por atajos, sin ser reconocida. Podía ganar así dos o tres días y adquiría tiempo y fuerza, para apuntalar con una sólida energía interior, el edificio de sus calumnias. Dos días de soledad para esta alma profunda, significarían una lucha al final de la cual resultarían domados el cuerpo y el espíritu y no se sublevaría la conciencia obediente, instrumento peligroso para el culpable. La reina y el rey, que la hacían buscar, no supieron que estaba en Bar-Sur-Aube sino en el momento en que estaba ya preparada para hacer la guerra. Enviaron un mensajero para conducirla. Fue entonces cuando se enteró del arresto del cardenal. Pero no se sintió afectada por ello. Asociándolo al escándalo que ofreciera María Antonieta, pensó fríamente: "La reina ha quemado sus buques; imposible por ahora volver atrás. Al negarse a transigir con el cardenal y pagar a los joyeros, se arriesga a todo. Esto prueba que no cuenta conmigo y no sospecha las fuerzas de que dispongo". He aquí las piezas de que estaba formada la armadura que llevaba Juana cuando un hombre, que tanto parecía soldado como mensajero, se presentó de pronto ante ella anunciándole que tenía órdenes de conducirla a la corte. El mensajero encargado de llevarla a la corte quería conducirla directamente a la presencia del rey, pero Juana, con la habilidad que le era propia, dijo: —Caballero, vos amáis a vuestra reina, ¿no es cierto? —¿Lo dudáis, señora condesa?— contestó el enviado. —Pues bien, en nombre de este amor leal y del respeto que tenéis por la soberana, os conjuro para que, ante todo, me llevéis a su presencia. El mensajero quiso hacer objeciones. Mas ella insistió: —Debéis saber mejor que yo de lo que se trata. Por esto comprenderéis que una entrevista secreta de la reina conmigo es indispensable. El mensajero, que estaba saturado de los rumores calumniosos que apestaban el aire de Versalles desde hacía algunos meses, creyó realmente prestar un servicio a la reina acompañando a la señora La Motte cerca de ella antes de hacerla comparecer ante el rey. Puede imaginarse la altivez, el orgullo, el aspecto altanero de la reina puesta en presencia de este demonio al que no conocía aún, pero del que sospechaba su pérfida influencia en sus asuntos. El supremo desdén, la cólera mal contenida, el odio de mujer a mujer, el sentimiento de una incomparable superioridad, he aquí las armas de las adversarias. La reina empezó
por hacer entrar, como testigos, a dos de sus damas. Cuando la señora de La Motte vio a las dos damas, se dijo: "¡Bueno! He aquí a dos testigos a los que despedirá pronto". —¡Al fin os vemos, señora!— exclamó la reina. Juana se inclinó por segunda vez. —¿Os ocultabais, pues? —¡Ocultarme! No, señora— contestó Juana con voz dulce y apenas timbrada—; no me ocultaba. Si me hubiera ocultado, no me hubieran hallado. —¡Sin embargo huisteis! Llamemos a esto como queráis. —Dejé París, señora. Eso es todo. —¿Sin mi permiso? —Temía que Vuestra Majestad no me concediese las pequeñas vacaciones que yo necesitaba para arreglar mis asuntos en Bar-Sur-Aube, donde me hallaba desde hacía seis días, cuando me vinieron a buscar por orden de Vuestra Majestad. Por otra parte, es preciso decirlo, no creía seros tan necesaria para verme obligada a avisaros por una ausencia de ocho días. —¡Ah! Tenéis razón, señora. ¿Por qué temíais que os negase un permiso? ¿Qué vacaciones teníais que pedirme? ¿Y cuál era la licencia que tenía que concederos? ¿Ocupáis acaso algún cargo aquí?. Advirtiendo el desprecio de esas palabras, Juana, herida, repuso humildemente: —Señora, yo no tengo cargo en la corte, es verdad, pero Vuestra Majestad me honraba con una confianza tan preciosa, que me sentía ligada a ella por el agradecimiento, más que otras por el deber. Juana había buscado durante mucho tiempo y halló la palabra confianza que recalcó ostensiblemente. —Sobre esa confianza— contestó la reina aumentando más el desprecio exteriorizado en el primer apostrofe— vamos a pasar cuentas. ¿Visteis al rey? —No, señora. —Le vais a ver. Juana saludó de nuevo y dijo: —Será un gran honor para mí. La reina trató de tranquilizarse para poder hacer las preguntas con ventaja. Juana aprovechó este intervalo para decir: —¡Pero, Dios mío, señora, qué severa se muestra Vuestra Majestad conmigo! Estoy temblando. —No hemos llegado al fin todavía— dijo bruscamente la reina—. ¿Sabéis que el señor de Rohan está en la Bastilla? —Eso me han dicho, señora. —Y adivináis por qué, ¿no es cierto? Juana miró fijamente a la reina y volviéndose hacia las damas cuya presencia parecía molestarle, respondió: —No lo sé, señora. —Recordaréis, no obstante, que me hablasteis de un collar, ¿no es verdad? —De un collar de diamantes, sí, señora. —¿Y que, por encargo del cardenal, me propusisteis un arreglo para pagarlo? —Es verdad, señora. —¿Acepté este arreglo o me negué a él? —Vuestra Majestad se negó. —¡Ah!— exclamó la reina con una satisfacción mezclada de sorpresa. —Inclusive Su Majestad entregó un anticipo de doscientas mil libras— añadió Juana.
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Olive se preparaba a huir, mediante los preparativos de Juana, cuando Beausire,<br />
advertido por un aviso anónimo, jadeante por el encuentro de Nicolasa entre cuyos<br />
brazos se encontró, se la llevaba de la casa de Cagliostro mientras que el señor Reteau<br />
de Villette esperaba en vano al final de la calle Roi-Doré.<br />
Para hallar a los dos amantes, que el señor de Crosne tenía tanto interés en descubrir, la<br />
señora de La Motte, que se sentía engañada, puso en campaña a todos sus confidentes.<br />
Ella prefería, y se explica, cuidar por sí misma su secreto que dejarlo en manos de<br />
terceras personas, y para el buen éxito del negocio que preparaba le era indispensable<br />
que Nicolasa no fuera hallada.<br />
Sería imposible describir las angustias que sufrió cuando los emisarios, al volver, le<br />
anunciaron que sus averiguaciones habían resultado inútiles.<br />
En aquel momento recibía, una tras otra, numerosas órdenes de la reina en el sentido de<br />
que compareciera ante ella para responder de su conducta a propósito del collar.<br />
De noche, tapada, partió para Bar-Sur-Aube, donde tenía un apeadero y a donde llegó<br />
por atajos, sin ser reconocida.<br />
Podía ganar así dos o tres días y adquiría tiempo y fuerza, para apuntalar con una sólida<br />
energía interior, el edificio de sus calumnias.<br />
Dos días de soledad para esta alma profunda, significarían una lucha al final de la cual<br />
resultarían domados el cuerpo y el espíritu y no se sublevaría la conciencia obediente,<br />
instrumento peligroso para el culpable.<br />
La reina y el rey, que la hacían buscar, no supieron que estaba en Bar-Sur-Aube sino en<br />
el momento en que estaba ya preparada para hacer la guerra. Enviaron un mensajero<br />
para conducirla.<br />
Fue entonces cuando se enteró del arresto del cardenal.<br />
Pero no se sintió afectada por ello. Asociándolo al escándalo que ofreciera María<br />
Antonieta, pensó fríamente:<br />
"La reina ha quemado sus buques; imposible por ahora volver atrás. Al negarse a<br />
transigir con el cardenal y pagar a los joyeros, se arriesga a todo. Esto prueba que no<br />
cuenta conmigo y no sospecha las fuerzas de que dispongo".<br />
He aquí las piezas de que estaba formada la armadura que llevaba Juana cuando un<br />
hombre, que tanto parecía soldado como mensajero, se presentó de pronto ante ella<br />
anunciándole que tenía órdenes de conducirla a la corte.<br />
El mensajero encargado de llevarla a la corte quería conducirla directamente a la<br />
presencia del rey, pero Juana, con la habilidad que le era propia, dijo:<br />
—Caballero, vos amáis a vuestra reina, ¿no es cierto?<br />
—¿Lo dudáis, señora condesa?— contestó el enviado.<br />
—Pues bien, en nombre de este amor leal y del respeto que tenéis por la soberana, os<br />
conjuro para que, ante todo, me llevéis a su presencia.<br />
El mensajero quiso hacer objeciones. Mas ella insistió:<br />
—Debéis saber mejor que yo de lo que se trata. Por esto comprenderéis que una<br />
entrevista secreta de la reina conmigo es indispensable.<br />
El mensajero, que estaba saturado de los rumores calumniosos que apestaban el aire de<br />
Versalles desde hacía algunos meses, creyó realmente prestar un servicio a la reina<br />
acompañando a la señora La Motte cerca de ella antes de hacerla comparecer ante el<br />
rey.<br />
Puede imaginarse la altivez, el orgullo, el aspecto altanero de la reina puesta en<br />
presencia de este demonio al que no conocía aún, pero del que sospechaba su pérfida<br />
influencia en sus asuntos.<br />
El supremo desdén, la cólera mal contenida, el odio de mujer a mujer, el sentimiento de<br />
una incomparable superioridad, he aquí las armas de las adversarias. La reina empezó