EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Caballero— dijo el conde con frialdad—, me parece que os tomáis un trabajo inútil. La reina ha tenido a bien consultar a la señorita de Taverney a este respecto y la respuesta de vuestra hija me ha sido favorable. —¡Ah!— dijo el barón cada vez más maravillado—. ¡Es la reina!... —Que se ha tomado la molestia de trasladarse a Saint-Denis, sí, caballero. El barón se levantó. —No me queda más que poneros en antecedentes, señor conde, de cuanto concierne a la situación de la señorita de Taverney. Tengo arriba los títulos de fortuna de su madre. No os casáis con una rica heredera, señor conde y antes de concretar nada... —Es inútil, señor barón. Mi fortuna es suficiente para ambos y la señorita de Taverney no es una de esas mujeres que deban ser objeto de regateo. Pero esta cuestión que queréis tratar por vuestra cuenta, es indispensable que lo haga yo por la mía. Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando se abrió la puerta del tocador y apareció Felipe pálido, descompuesto, con una mano en la casaca y la otra convulsivamente cerrada. Charny saludó ceremoniosamente y recibió idéntico saludo. —Caballero— dijo Felipe—, mi padre tenía razón cuando os proponía una conversación sobre el estado económico de la familia; ambos tenemos que daros varias explicaciones. En tanto que el señor barón va a sus habitaciones para buscar los papeles de que os hablaba, yo voy a tener que tratar con vos esta cuestión con más detalle. Y Felipe, con una mirada de autoridad inexcusable, despidió al barón que salió a disgusto, previendo algún contratiempo. Felipe acompañó al anciano hasta la puerta de salida del pequeño salón, y seguro de que no podía ser oído por nadie, dijo: —Señor de Charny, ¿cómo se explica que os atreváis a pedir a mi hermana en matrimonio? Oliverio retrocedió, sonrojándose. —¿Es— continuó Felipe— para ocultar mejor vuestros amores con esa mujer a la que perseguís y que os ama? ¿Es para que, al veros casado no se pueda decir que tenéis una querida? —En verdad, caballero...— respondió Charny vacilante y aterrado. —¿Es— añadió Felipe— porque, convertido en el esposo de una mujer que os acercará a vuestra querida a toda hora, tendréis más facilidad para ver a esa amante adorada? —¡Caballero, os extralimitáis! —¿Es tal vez, y creo más bien esto— prosiguió Felipe acercándose a Charny—, para que, convertido en vuestro cuñado, no revele lo que sé de vuestros amores pasados? —¿Lo que vos sabéis?— exclamó Charny espantado—. ¡Tened cuidado! —Sí— dijo Felipe animándose—; la casa del pabellón alquilada por vos, vuestros paseos misteriosos por el parque de Versalles..., la noche... vuestras manos enlazadas, vuestros suspiros y sobre todo el tierno cambio de miradas en la pequeña puerta del parque. —¡Caballero, en nombre del Cielo, vos no sabéis nada, decid que no!... —¡Yo no sé nada!— exclamó Felipe con sangrante ironía—. ¿Cómo no puedo saber nada, yo que estaba escondido en los zarzales detrás de los baños de Apolo, cuando salisteis dando el brazo a la reina? Charny retrocedió espantado. Felipe le miró con hosco silencio. Le dejaba sufrir, le dejaba expiar mediante este sufrimiento pasajero las horas de inefables delicias que acababa de reprocharle. Charny se irguió de su postración.

—Pues bien, caballero— dijo a Felipe—, inclusive después de lo que me acabáis de decir, os pido la mano de la señorita de Taverney. Si no fuese más que un cobarde calculador, como suponíais hace un momento, si me casase por mi conveniencia, sería tan miserable que tendría miedo del hombre que posee mi secreto y el de la reina. Pero es necesario que la reina sea salvada; es indispensable. —¿Es que la reina está perdida— preguntó Felipe— porque el señor de Taverney la ha visto estrechar el brazo del señor de Charny y levantar al cielo los ojos brillantes de felicidad? ¿Es que la reina está perdida porque yo sé que os ama? ¡Oh! No es una razón para sacrificar a mi hermana. No lo permitiré yo. —Caballero, ¿sabéis que la reina está perdida si ese matrimonio no se realiza? Esta misma mañana, mientras se arrestaba al señor de Rohan, el rey me ha sorprendido arrodillado ante la reina. —¡Dios mío! —Y la reina, interrogada por el rey, celoso, ha respondido que me arrodillaba para pedirle la mano de vuestra hermana. He aquí por qué, si no me caso con vuestra hermana, la reina está perdida. ¿Lo comprendéis ahora? Un doble ruido— un grito y un gemido— cortó la frase de Oliverio. Se había oído uno en el tocador y el otro en el pequeño salón. Oliverio corrió hacia donde se había oído el gemido; vio en el tocador a Andrea de Taverney, vestida de blanco como una prometida. Había estado escuchando y acababa de desvanecerse. Felipe acudió a donde se había oído el grito, en el salón pequeño. Vio el cuerpo del barón de Taverney, al que esta revelación del amor de la reina por Charny había fulminado con la ruina de todas sus esperanzas. El anciano, herido por una apoplejía fulminante, había exhalado su último suspiro. La predicción de Cagliostro acababa de cumplirse. Felipe, que lo comprendía todo, inclusive la vergüenza de esta muerte, abandonó silenciosamente el cadáver y volvió al salón, hacia Charny, que contemplaba temblando y sin atreverse a tocarla, a la joven, fría e inanimada. Las dos puertas abiertas dejaban ver a los dos cuerpos, paralelamente, simétricamente colocados, por decirlo así, en el lugar donde les había herido la revelación. Felipe, con los ojos enrojecidos y el corazón agitado, tuvo aún el valor de tomar la palabra para decir al señor de Charny: —El señor barón de Taverney acaba de morir. Después de él, yo soy el jefe de la familia. Si la señorita de Taverney sobrevive, os la entrego en matrimonio. Charny miró el cadáver del barón con horror y el cuerpo de Andrea con desesperación. Felipe, aterrorizado, se mesaba el cabello. —Conde de Charny— dijo después de haber calmado la tormenta interior—, me comprometo en nombre de mi hermana que no me oye: ella devolverá su felicidad a una reina y yo quizás algún día seré lo bastante feliz para poderle dar mi vida. Adiós, señor de Charny. Y saludando a Oliverio, que no sabía cómo alejarse sin pasar por encima de una de las dos víctimas, Felipe levantó a Andrea, la estrechó en sus brazos y dio en esta forma paso al conde que desapareció por el tocador. CAPITULO LXXXVI DESPUÉS DEL DRAGÓN, LA VÍBORA Es hora ya de que volvamos a los personajes de nuestro relato que la necesidad y la intriga, más que la verdad histórica, han relegado al segundo plano.

—Caballero— dijo el conde con frialdad—, me parece que os tomáis un trabajo inútil.<br />

La reina ha tenido a bien consultar a la señorita de Taverney a este respecto y la<br />

respuesta de vuestra hija me ha sido favorable.<br />

—¡Ah!— dijo el barón cada vez más maravillado—. ¡Es la reina!...<br />

—Que se ha tomado la molestia de trasladarse a Saint-Denis, sí, caballero.<br />

El barón se levantó.<br />

—No me queda más que poneros en antecedentes, señor conde, de cuanto concierne a la<br />

situación de la señorita de Taverney. Tengo arriba los títulos de fortuna de su madre. No<br />

os casáis con una rica heredera, señor conde y antes de concretar nada...<br />

—Es inútil, señor barón. Mi fortuna es suficiente para ambos y la señorita de Taverney<br />

no es una de esas mujeres que deban ser objeto de regateo. Pero esta cuestión que<br />

queréis tratar por vuestra cuenta, es indispensable que lo haga yo por la mía.<br />

Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando se abrió la puerta del tocador y<br />

apareció Felipe pálido, descompuesto, con una mano en la casaca y la otra<br />

convulsivamente cerrada.<br />

Charny saludó ceremoniosamente y recibió idéntico saludo.<br />

—Caballero— dijo Felipe—, mi padre tenía razón cuando os proponía una<br />

conversación sobre el estado económico de la familia; ambos tenemos que daros varias<br />

explicaciones. En tanto que el señor barón va a sus habitaciones para buscar los papeles<br />

de que os hablaba, yo voy a tener que tratar con vos esta cuestión con más detalle.<br />

Y Felipe, con una mirada de autoridad inexcusable, despidió al barón que salió a<br />

disgusto, previendo algún contratiempo.<br />

Felipe acompañó al anciano hasta la puerta de salida del pequeño salón, y seguro de que<br />

no podía ser oído por nadie, dijo:<br />

—Señor de Charny, ¿cómo se explica que os atreváis a pedir a mi hermana en<br />

matrimonio?<br />

Oliverio retrocedió, sonrojándose.<br />

—¿Es— continuó Felipe— para ocultar mejor vuestros amores con esa mujer a la que<br />

perseguís y que os ama? ¿Es para que, al veros casado no se pueda decir que tenéis una<br />

querida?<br />

—En verdad, caballero...— respondió Charny vacilante y aterrado.<br />

—¿Es— añadió Felipe— porque, convertido en el esposo de una mujer que os acercará<br />

a vuestra querida a toda hora, tendréis más facilidad para ver a esa amante adorada?<br />

—¡Caballero, os extralimitáis!<br />

—¿Es tal vez, y creo más bien esto— prosiguió Felipe acercándose a Charny—, para<br />

que, convertido en vuestro cuñado, no revele lo que sé de vuestros amores pasados?<br />

—¿Lo que vos sabéis?— exclamó Charny espantado—. ¡Tened cuidado!<br />

—Sí— dijo Felipe animándose—; la casa del pabellón alquilada por vos, vuestros<br />

paseos misteriosos por el parque de Versalles..., la noche... vuestras manos enlazadas,<br />

vuestros suspiros y sobre todo el tierno cambio de miradas en la pequeña puerta del<br />

parque.<br />

—¡Caballero, en nombre del Cielo, vos no sabéis nada, decid que no!...<br />

—¡Yo no sé nada!— exclamó Felipe con sangrante ironía—. ¿Cómo no puedo saber<br />

nada, yo que estaba escondido en los zarzales detrás de los baños de Apolo, cuando<br />

salisteis dando el brazo a la reina?<br />

Charny retrocedió espantado.<br />

Felipe le miró con hosco silencio.<br />

Le dejaba sufrir, le dejaba expiar mediante este sufrimiento pasajero las horas de<br />

inefables delicias que acababa de reprocharle.<br />

Charny se irguió de su postración.

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