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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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"¿Por qué se ha estremecido mi corazón?— preguntóse—. ¿Qué significa para Andrea<br />

de Taverney el hecho de que la reina de Francia visite el monasterio de Saint-Denis?<br />

¿Es orgullo lo que siento? La reina no ha venido aquí por mí. ¿Es acaso una dicha? Yo<br />

no quiero a la reina.<br />

"Vamos, calma, mala religiosa que no perteneces ni a Dios ni al mundo; trata al menos<br />

de ser dueña de ti misma".<br />

Andrea se censuraba así mientras bajaba la gran escalinata, y, dueña de su voluntad,<br />

alejó de sus mejillas el rubor fugitivo de la precipitación y moderó la rapidez de sus<br />

movimientos. Pero para conseguirlo, tardó largos instantes.<br />

Cuando llegó por detrás del coro al locutorio de ceremonia, que parecía más grande por<br />

el resplandor de las lámparas y de los cirios en las manos apretadas de las hermanas<br />

conversas, Andrea estaba fría y pálida.<br />

Cuando oyó su nombre pronunciado por la tornera que la acompañaba, cuando divisó a<br />

María Antonieta sentada en el sillón abacial, mientras que a su lado se inclinaban y<br />

agrupaban las más nobles frentes del capítulo, Andrea sintióse acometida por<br />

palpitaciones que detuvieron sus pasos durante algunos segundos.<br />

—¡Ah! Venid, señorita; deseo hablaros— dijo la reina sonriendo apenas.<br />

Andrea acercóse e inclinó la cabeza.<br />

—¿Me permitís, señora?— dijo la reina volviéndose hacia la superiora.<br />

Esta respondió con una reverencia y dejó el locutorio, seguida de todas las religiosas.<br />

La reina permaneció sola, sentada junto a Andrea, cuyo corazón latía con tal fuerza, que<br />

se le hubiera podido oír a no ser por el ruido monótono del péndulo del viejo reloj.<br />

CAPITULO LXXXIII<br />

UN CORAZÓN MUERTO<br />

Como procedía según la etiqueta, la reina comenzó la conversación.<br />

—Ya os tenemos aquí, señorita— dijo con fina sonrisa—. Vestida de religiosa me<br />

producís una impresión singular.<br />

Andrea no contestó.<br />

—Ver a una antigua compañera— prosiguió la reina— ya perdida para el mundo en el<br />

que nosotros continuamos viviendo, es como un consejo severo que nos da la tumba.<br />

¿No pensáis lo mismo, señorita?<br />

—Señora— contestó Andrea—, ¿quién se puede permitir dar consejos a Vuestra<br />

Majestad? Ni siquiera la muerte avisará a la reina el día en que llegue. No podría ser de<br />

otra manera.<br />

—¿Por qué?<br />

—Porque una reina, por la elevación de su jerarquía, está destinada a no sufrir más que<br />

las necesidades inevitables. Todo lo que puede hacer mejor la vida, lo posee; todo lo<br />

que en los demás puede contribuir a embellecer esta vida, la reina puede tomárselo.<br />

María Antonieta hizo un gesto de sorpresa.<br />

—Es un derecho— se apresuró a decir Andrea—. Los demás, para una reina, son una<br />

colección de súbditos cuyos bienes, honor y vida pertenecen a los soberanos. Vida,<br />

honor y bienes, morales y materiales, son así propiedad de las reinas.<br />

—He aquí doctrinas que me asombran— dijo lentamente María Antonieta—. Convertís<br />

a la soberana de este país en algo semejante a un ogro como los de los cuentos, que<br />

engulle la fortuna y la felicidad de los simples ciudadanos. ¿Acaso soy yo una mujer así,<br />

Andrea? ¿Tuvisteis motivo de queja durante vuestra permanencia en la corte?<br />

—Vuestra Majestad ya tuvo la bondad de hacerme esta pregunta cuando me separé de<br />

su servicio y yo le respondí lo mismo que hoy: No, señora.

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