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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Jamás la afluencia había sido mayor en la corte; jamás la curiosidad había tratado de<br />

adivinar como entonces los rasgos de una reina en peligro. María Antonieta hizo frente<br />

a todo, aniquiló a sus enemigos, exaltó a sus amigos; trocó a los indiferentes en<br />

entusiastas y apareció tan bella y cumplida, que el propio rey la felicitó públicamente.<br />

Una vez hubo terminado todo, dejando las sonrisas de rigor, vuelta a sus recuerdos, es<br />

decir, a sus dolores, sola, muy sola en el mundo, cambió de tocado, tomó un sombrero<br />

gris, y sin guardia, con una sola dama, se hizo conducir a Saint-Denis.<br />

Era la hora en que las religiosas, de nuevo en sus celdas, pasaban del modesto alboroto<br />

del refectorio al silencio de las meditaciones que preceden a los rezos de la noche.<br />

La reina hizo llamar al locutorio a la señorita de Taverney.<br />

Ésta, arrodillada, envuelta en su hábito de lana blanca, miraba a través de su ventana la<br />

luna que surgía de detrás de los tilos y en esta poesía de la noche que empieza, hallaba<br />

tema para sus preces fervientes, apasionadas, que elevaba a Dios para aliviar su alma.<br />

Bebía a grandes sorbos el irremediable dolor de la ausencia voluntaria, ese suplicio sólo<br />

conocido por las almas fuertes, que es a la vez una tortura y un placer. Por sus angustias<br />

se parece a todos los dolores vulgares. Conduce a una voluptuosidad que sólo pueden<br />

sentir los que saben inmolar la felicidad al orgullo.<br />

Andrea había dejado por su propia iniciativa la corte e inclusive había roto con todo lo<br />

que podía conservar su amor. Orgullosa como Cleopatra, no había podido soportar la<br />

idea de que el señor de Charny hubiese pensado en otra mujer aunque esta mujer fuese<br />

la reina.<br />

No tenía ninguna prueba de este ardiente amor por otra. La celosa Andrea hubiese<br />

obtenido de esta prueba la convicción que hace sangrar un corazón. Pero, ¿no había<br />

visto a Charny pasar indiferente por su lado? ¿No había sospechado que la reina<br />

guardaba para sí, inocentemente sin duda, los homenajes y las preferencias de Charny?<br />

¿Por qué, entonces, vivir en Versalles? ¿Para mendigar atenciones? ¿Para espigar<br />

sonrisas? ¿Para obtener de tanto en tanto el favor de un brazo tendido en actitud cortés,<br />

o de una mano galante cuando en los paseos era preterida por Charny, cuyas cortesías<br />

recogía la reina?<br />

No, ninguna debilidad cobarde ni ninguna transacción podía existir para esta alma<br />

estoica. La vida con el amor y la preferencia; el claustro con el amor y el orgullo herido.<br />

"¡Jamás! ¡Jamás!— se repetía la orgullosa Andrea—. ¡Quiero que el que yo amo en la<br />

sombra, el que para mí es una nube, un retrato, un recuerdo, jamás me ofenda, siempre<br />

me sonría y no lo haga sino a mí!"<br />

Prefería la ausencia voluntaria, que le dejaba la integridad de su amor y de su dignidad,<br />

a poder ver de nuevo a un hombre al que odiaba porque se veía obligada a amarle.<br />

Hemos dicho ya que durante la tarde del día de San Luis, la reina había venido a buscar<br />

a Andrea a Saint-Denis, encontrándola pensativa en su celda.<br />

Vinieron, en efecto, a comunicar a Andrea, que la reina acababa de llegar, que el<br />

capítulo la recibía en el gran locutorio y que Su Majestad, después de los primeros<br />

saludos, había pedido hablar a la señorita de Taverney.<br />

¡Cosa extraña! ¡Le bastó esto a Andrea, corazón enternecido por el amor, para correr<br />

hacia ese perfume de Versalles, perfume maldecido el día antes, pero que se hacía<br />

deseable a medida que se iba alejando, como todo lo que se evapora, como todo lo que<br />

se olvida, como el amor!<br />

—¡La reina!—murmuró Andrea—. ¡La reina está en Saint-Denis y me llama!<br />

—Pronto, apresuraos— se le dijo.<br />

Se apresuró, en efecto; siguió presurosa a la tornera que había venido a buscarla.<br />

Pero apenas había dado cien pasos, cuando se sintió humillada de haberse alegrado<br />

tanto.

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