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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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"¡Ah, Dios me envía este socorro! — pensó—. Las mujeres que pertenecen a Dios, no<br />

pueden ser obligadas ni siquiera por el rey".<br />

Levantando entonces la cabeza, expresó:<br />

—Señor, la que el señor de Charny pretende para casarse, está en un convento.<br />

—¡Ah! Es realmente un motivo, pues resulta difícil arrebatar a Dios su bien para<br />

entregárselo a los hombres. Pero es extraño que el señor de Charny haya sentido tan<br />

súbitos amores. Nadie me ha hablado nunca de ello, ni siquiera su propio tío que puede<br />

obtenerlo todo de mí. ¿Cuál es la mujer que vos amáis, señor de Charny? Decídmelo, os<br />

lo ruego.<br />

La reina sintió un dolor punzante. Iba a oír un nombre salir de la boca de Charny e iba a<br />

sufrir la tortura de este embuste. Y quién sabe si Charny no iba a revelar el nombre de<br />

una persona amada en otro tiempo, algún recuerdo sangrante aún del pasado, o un<br />

nombre, germen de amor, esperanza vaga para el porvenir. Para no recibir este golpe<br />

terrible María Antonieta se adelantó y; exclamó de pronto:<br />

—Pero sire, ya conocéis a la que el señor de Charny pide en casamiento, es..., la<br />

señorita Andrea de Taverney.<br />

Charny lanzó un grito y ocultó el rostro.<br />

La reina apoyó su mano sobre el pecho y se dirigió vacilante hacia su sillón.<br />

—¡La señorita de Taverney!— repitió el rey—. ¿La señorita de Taverney que se retiró a<br />

Saint-Denis?<br />

—Sí, Majestad— asintió débilmente la reina.<br />

—Pero, que yo sepa no ha hecho sus votos...<br />

—No, pero está a punto de hacerlos.<br />

—Los condicionaremos— decidió el rey—. Sin embargo— añadió con un leve dejo de<br />

desconfianza—, ¿por qué quería hacer votos?<br />

—Es pobre— respondió la reina—; no enriquecisteis más que a su padre— añadió<br />

duramente.<br />

—Es una falta que repararé, señora. ¿El señor de Charny la ama? ...<br />

La reina se estremeció y dirigió una ávida mirada al joven, como suplicándole que<br />

negase.<br />

Charny miró fijamente a María Antonieta y no respondió.<br />

—Bien— dijo el rey que tomó el silencio como una respetuosa conformidad—; y sin<br />

duda la señorita de Taverney ama al señor de Charny.<br />

Dotaré a la señorita de Taverney con las quinientas mil libras que os negué el otro día al<br />

pedirlas el señor de Calonne. Dad las gracias a la reina, señor de Charny, por lo que ha<br />

tenido a bien contarme de este asunto, asegurando así la felicidad de vuestra vida.<br />

Charny dio un paso adelante y se inclinó como una marmórea estatua a la que Dios, por<br />

un milagro, hubiese dotado de vida.<br />

—¡Oh! Esto no vale la pena de que os volváis a arrodillar de nuevo— dijo el rey con un<br />

ligero matiz burlón que desvirtuaba harto a menudo la nobleza tradicional de sus<br />

antepasados. La reina se estremeció y tendió, con un ademán espontáneo, las dos manos<br />

al joven. Este se arrodilló ante ella y depositó en sus manos heladas un beso, suplicando<br />

a Dios que su alma entera se fuese con aquel beso.<br />

—Vamos— dijo el rey—, dejemos ahora a la reina el cuidado de vuestros asuntos;<br />

venid, caballero, venid.<br />

Y pasó delante tan de prisa, que Charny pudo volverse en el umbral para ver el infinito<br />

dolor de ese adiós eterno que le enviaban los ojos de la reina.<br />

La puerta se cerró tras ellos, como barrera insalvable en adelante para sus inocentes<br />

amores.

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