EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

bibliotecarepolido
from bibliotecarepolido More from this publisher
26.01.2019 Views

El se aproximó con rapidez, aunque con el mayor respeto. —Vuestra Majestad— dijo con voz alterada— acaba de indicarme cuál es mi deber. Pero no es en mis tierras, ni fuera de Francia donde está el peligro, sino en Versalles. Importa, señora, que toda sospecha se borre, que la sentencia sea una justificación y como vos no podéis tener un testigo más leal ni un sostén más resuelto que yo, me quedo. Los que saben tantas cosas, señora, lo dirán. Pero al menos tendremos la inefable dicha, que tanto complace a las personas de temple, de ver cara a cara a nuestros enemigos. Que tiemblen ante la majestad de una reina inocente o ante el valor de un hombre mejor que ellos. Sí, me quedo, señora. Lo que debe saberse es que no huyo y no temo; lo que Vuestra Majestad sabe también, es que, para no verme más, no hay necesidad de enviarme al destierro. ¡Oh, señora! De lejos los corazones se oyen y las aspiraciones son más ardientes que de cerca. Queréis que yo parta por vos y no por mí; mas no temáis nada. Estando pronto a socorreros y a defenderos, no os ofenderé ni os molestaré. ¿No me visteis cuando, hace ocho días, vivía no lejos de vos, espiando cada uno de vuestros gestos, contando vuestros pasos y viviendo vuestra vida?... ¡Pues bien, ahora será lo mismo, porque no puedo ejecutar vuestra orden, no puedo partir! Por otra parte, ¿qué os importa?... ¿Acaso pensaréis en mí? Ella hizo un movimiento y se alejó del joven. —Como queráis— dijo—, pero..., ya me habéis comprendido; no es necesario que os equivoquéis nunca sobre el sentido de mis palabras; yo no soy una coqueta, señor de Charny. Decir lo que piensa, pensar lo que dice, he aquí el privilegio de una verdadera reina: yo soy así. Un día, caballero, os escogí entre todos. No sé lo que impulsaba a mi corazón hacia vos. Tenía deseos de una amistad fuerte y pura. Os la he otorgado, ¿no es así? Pero hoy no pienso lo mismo que antes. Vuestra alma ya no es hermana de la mía. Os lo digo francamente. Evitémonos el uno al otro. —Está bien, señora— interrumpió Charny—; yo no creí nunca que me hubieseis escogido, no creí... ¡Ah, señora! No puedo resistir la idea de perderos. Estoy ebrio de celos y de miedo. No puedo sufrir que apartéis de mí vuestro corazón. Es mío, me lo habéis dado y nadie me lo sacará si no es con mi vida. Sed mujer, sed buena, no abuséis de mi debilidad, porque me habéis reprochado hace poco mis dudas y ahora me aniquiláis con las vuestras. —Un corazón de niño apoyado en uno de mujer...— dijo ella—. ¡Queréis que disponga de vos!... ¡Buenos defensores el uno para el otro! ¡Débiles! Si vos lo sois, yo no soy más fuerte que vos! —Yo no os amaría si fueseis distinta de lo que sois. —¡Qué!— dijo ella cediendo a un arranque de pasión—. ¡Esta reina maldita, esta reina perdida, esta mujer a la que va a juzgar un parlamento, que la opinión va a condenar, que un rey, su marido, tal vez repudie, esta mujer encuentra aún un corazón que la ama!... —Un servidor que la venera y que le ofrece toda la sangre de su corazón a cambio de la lágrima que ha vertido hace poco. —¡Esta mujer— exclamó la reina— se siente bendecida; está orgullosa; se considera la primera de las mujeres, la más feliz de todas!... ¡Esta mujer es demasiado feliz, señor de Charny, y no sé cómo ha podido quejarse! ¡Perdonadla! Charny cayó a los pies de María Antonieta y los besó en un transporte de amor religioso. En aquel momento se abrió la puerta del corredor secreto y el rey se detuvo, temblando y como fulminado, en el umbral. Acababa de sorprender al hombre al que acusaba el señor de Provenza, de hinojos ante María Antonieta.

CAPITULO LXXXI LA PETICIÓN DE MANO La reina y Charny cambiaron una mirada tan llena de espanto, que su más cruel enemigo hubiera sentido compasión de ellos en aquel momento. Charny se levantó lentamente y saludó al rey con profundo respeto. Se veía latir violentamente el corazón de Luis XVI bajo su pechera. —¡Ah!...— dijo con voz sorda—. ¡Señor de Charny! El conde no respondió más que con un nuevo saludo. La reina se dio cuenta de que no podía hablar y de que estaba perdida. El rey continuó, diciendo con increíble serenidad: —¡Señor de Charny, es poco honorable para un gentilhombre ser sorprendido en flagrante delito de robo! —¡De robo!—murmuró Charny. —¡De robo!— repitió la reina, que creía aún estar oyendo las horribles acusaciones relativas al collar y en las que supuso que el conde se iba a ver mezclado también como ella. —Sí— prosiguió el rey—; arrodillarse ante la mujer de otro, es una usurpación, un robo; y cuando esta mujer es una reina, caballero, este crimen se llama de lesa majestad. Os haré decir todo esto, señor de Charny, por mi guardasellos. El conde iba a hablar, a protestar de su inocencia, cuando la reina, impaciente en su generosidad, no quiso sufrir que se acusase de indigno al hombre que ella amaba; y vino en su ayuda. —Sire— dijo con viveza—; me parece que os adentráis en un camino de sospechas equivocadas y de suposiciones desfavorables; os advierto que estas sospechas y estas prevenciones tienen una base falsa. Ya veo que el respeto traba la lengua del conde, pero yo, que conozco el fondo de su corazón, no dejaré que le acusen sin defenderle. Se detuvo, agotada por la emoción, espantada por el embuste que debía hallar y perdida en fin, porque no lo podría encontrar. Pero esta vacilación, que le parecía odiosa a ella, orgulloso espíritu de reina, era sencillamente la salvación de la mujer. En estas terribles sorpresas, en que a menudo se juega el honor y la vida de la que ha sido sorprendida, un minuto ganado es suficiente para la salvación, lo mismo que un segundo desperdiciado basta para perderla. La reina, sólo por instinto había apelado al recurso de ganar tiempo; había cortado en el acto la sospecha del rey, impresionando su espíritu y tranquilizando el del conde. —¿Vais a decirme tal vez, señora— respondió Luis XVI, pasando del papel de rey al de marido inquieto—, que no he visto al señor de Charny arrodillado ante vos? Y para arrodillarse sin que se le obligue a levantarse, es necesario... —Es necesario, señor— dijo severamente la reina—, que un súbdito de la reina de Francia tenga una súplica que hacerle... Me parece un caso frecuente en la corte. —¡Una súplica que haceros!— exclamó el rey. —Y una súplica a la que yo no podía acceder. De no ser así, os juro que el señor de Charny no hubiera insistido y yo le hubiera hecho levantar en seguida con la alegría de complacer los deseos de un gentilhombre por el que siento estima particular. Charny respiró. La mirada del rey se había hecho indecisa; de su frente iba desapareciendo la insólita amenaza que su sorpresa había hecho asomar a ella. Mientras tanto, María Antonieta pensaba algo que expresar, disgustada por tener que mentir y con el dolor de no hallar nada que fuese verosímil. Había creído, al confesar su impotencia para acordar la gracia pedida por el conde, que despertaría la curiosidad del rey. Había creído que el interrogatorio se detendría en este

CAPITULO LXXXI<br />

<strong>LA</strong> PETICIÓN <strong>DE</strong> MANO<br />

La reina y Charny cambiaron una mirada tan llena de espanto, que su más cruel<br />

enemigo hubiera sentido compasión de ellos en aquel momento.<br />

Charny se levantó lentamente y saludó al rey con profundo respeto.<br />

Se veía latir violentamente el corazón de Luis XVI bajo su pechera.<br />

—¡Ah!...— dijo con voz sorda—. ¡Señor de Charny!<br />

El conde no respondió más que con un nuevo saludo.<br />

La reina se dio cuenta de que no podía hablar y de que estaba perdida.<br />

El rey continuó, diciendo con increíble serenidad:<br />

—¡Señor de Charny, es poco honorable para un gentilhombre ser sorprendido en<br />

flagrante delito de robo!<br />

—¡De robo!—murmuró Charny.<br />

—¡De robo!— repitió la reina, que creía aún estar oyendo las horribles acusaciones<br />

relativas al collar y en las que supuso que el conde se iba a ver mezclado también como<br />

ella.<br />

—Sí— prosiguió el rey—; arrodillarse ante la mujer de otro, es una usurpación, un<br />

robo; y cuando esta mujer es una reina, caballero, este crimen se llama de lesa majestad.<br />

Os haré decir todo esto, señor de Charny, por mi guardasellos.<br />

El conde iba a hablar, a protestar de su inocencia, cuando la reina, impaciente en su<br />

generosidad, no quiso sufrir que se acusase de indigno al hombre que ella amaba; y vino<br />

en su ayuda.<br />

—Sire— dijo con viveza—; me parece que os adentráis en un camino de sospechas<br />

equivocadas y de suposiciones desfavorables; os advierto que estas sospechas y estas<br />

prevenciones tienen una base falsa. Ya veo que el respeto traba la lengua del conde,<br />

pero yo, que conozco el fondo de su corazón, no dejaré que le acusen sin defenderle.<br />

Se detuvo, agotada por la emoción, espantada por el embuste que debía hallar y perdida<br />

en fin, porque no lo podría encontrar.<br />

Pero esta vacilación, que le parecía odiosa a ella, orgulloso espíritu de reina, era<br />

sencillamente la salvación de la mujer. En estas terribles sorpresas, en que a menudo se<br />

juega el honor y la vida de la que ha sido sorprendida, un minuto ganado es suficiente<br />

para la salvación, lo mismo que un segundo desperdiciado basta para perderla.<br />

La reina, sólo por instinto había apelado al recurso de ganar tiempo; había cortado en el<br />

acto la sospecha del rey, impresionando su espíritu y tranquilizando el del conde.<br />

—¿Vais a decirme tal vez, señora— respondió Luis XVI, pasando del papel de rey al de<br />

marido inquieto—, que no he visto al señor de Charny arrodillado ante vos? Y para<br />

arrodillarse sin que se le obligue a levantarse, es necesario...<br />

—Es necesario, señor— dijo severamente la reina—, que un súbdito de la reina de<br />

Francia tenga una súplica que hacerle... Me parece un caso frecuente en la corte.<br />

—¡Una súplica que haceros!— exclamó el rey.<br />

—Y una súplica a la que yo no podía acceder. De no ser así, os juro que el señor de<br />

Charny no hubiera insistido y yo le hubiera hecho levantar en seguida con la alegría de<br />

complacer los deseos de un gentilhombre por el que siento estima particular.<br />

Charny respiró. La mirada del rey se había hecho indecisa; de su frente iba<br />

desapareciendo la insólita amenaza que su sorpresa había hecho asomar a ella.<br />

Mientras tanto, María Antonieta pensaba algo que expresar, disgustada por tener que<br />

mentir y con el dolor de no hallar nada que fuese verosímil.<br />

Había creído, al confesar su impotencia para acordar la gracia pedida por el conde, que<br />

despertaría la curiosidad del rey. Había creído que el interrogatorio se detendría en este

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!