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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Todo lo que sé, es que tengo en la reina la confianza absoluta que ella merece por la<br />

nobleza de su carácter. Hubiera sido muy fácil no decir nada de lo que pasa. Habría sido<br />

cómodo para ella pagar o dejar que los demás pagasen por ella; la reina, al poner coto a<br />

estos misterios que se convierten en escándalos, me ha demostrado que acudía a mí,<br />

antes que a nadie. Ha sido a mí a quien la reina ha llamado y ha sido a mí a quien ha<br />

dejado el cuidado de vengar su honor. Me tomó por confesor, por juez, al decírmelo<br />

todo.<br />

—De nuevo— replicó el conde de Provenza menos turbado de lo que podría estar,<br />

porque se daba cuenta de que la convicción del rey era menos sólida de lo que quería<br />

hacer creer— ponéis en duda mi amistad, mi respeto por la reina, mi hermana. Si vos<br />

procedéis así contra mí, con esa susceptibilidad, no os diré nada, temiendo siempre, a<br />

pesar de que hago de defensor, pasar por acusador o por enemigo. Y sin embargo ya<br />

veis que en esto procedéis sin lógica. Las confesiones de la reina os han permitido hallar<br />

una verdad que justifica a mi hermana. ¿Por qué negaros entonces a que brillen ante<br />

vuestros ojos otros resplandores que contribuirán aún más a demostrar la inocencia de la<br />

reina?<br />

—Es que...— dijo el rey molesto— comenzáis siempre, hermano mío, con unos<br />

circunloquios que me confunden.<br />

—Precauciones oratorias, sire, falta de calor. ¡Ay! Pido por ello perdón a Vuestra<br />

Majestad. Es un defecto de mi educación. Cicerón me ha echado a perder.<br />

—Hermano mío, Cicerón no es ambiguo más que cuando defiende una mala causa; pero<br />

vos tenéis una buena, explicaos pues con claridad, ¡por el amor de Dios!<br />

—Criticar mi manera de hablar es condenarme al silencio.<br />

—Vamos, he aquí el irritabile genus rhetorum que se ha enojado— exclamó el rey,<br />

engañado por esta última picardía—. ¡Al hecho, abogado, al hecho! ¿Qué más sabéis<br />

vos aparte de lo que me ha dicho la reina?<br />

—¡Dios mío! Todo y nada. Sepamos, ante todo, lo que os ha dicho la reina.<br />

—La reina me ha dicho que no tenía el collar.<br />

—Bien.<br />

—Que no había firmado el recibo que tienen los joyeros.<br />

—¡Perfectamente!<br />

—Que cuanto se decía referente a una inteligencia con el señor de Rohan, era una<br />

falsedad inventada por sus enemigos.<br />

—Muy bien, sire.<br />

—Me ha dicho, en fin, que nunca había dado al señor de Rohan el derecho de creer que<br />

fuese más que un súbdito, un indiferente, un desconocido.<br />

—¡Ah! ¿Dijo eso?<br />

—Y en un tono que no admitía réplica, porque el cardenal no ha contestado.<br />

—Entonces, Majestad, si el cardenal no ha contestado, se confiesa embustero y<br />

desmiente los rumores que corrían a propósito de ciertas preferencias acordadas por la<br />

reina a ciertas personas.<br />

—¡Dios mío! ¿Qué decís ahora?— preguntó el rey con desaliento.<br />

—Nada sino algo muy absurdo, como vais a ver. Desde el momento en que se ha<br />

probado que la reina no se ha paseado con el señor de Rohan...<br />

—¡Cómo!,— exclamó el rey—. ¿El señor de Rohan decía que se había paseado con la<br />

reina?<br />

—Lo cual ha sido desmentido por la reina y por el propio señor de Rohan; pero, en fin,<br />

señor, desde el momento en que esto ha sido comprobado, no hay por qué hacer caso de<br />

la malignidad que no se ha detenido y que sostenía que la reina se paseaba durante la<br />

noche por el parque de Versalles.

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