EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
—Tened cuidado— dijo de nuevo al cardenal—; estáis agravando vuestra situación, caballero. Yo os digo: "justificaos" y vos adoptáis aires de acusador. El cardenal reflexionó un momento; después, como si sucumbiese bajo el peso de esta misteriosa calumnia que menguaba su honor, dijo: —¿Justificarme? ¡Imposible! —Caballero; hay personas que sostienen que les ha sido robado un collar; proponiendo pagarlo, os confesáis culpable. —¿Habrá quién lo crea?— dijo el cardenal con soberbio desdén. —Entonces, caballero, si suponéis que no se creerá, es que pensáis... Y un estremecimiento de cólera alteró el semblante comúnmente plácido del rey. —Sire, ignoro lo que se dice— prosiguió el cardenal—; no sé nada tampoco de lo que se hace; todo lo más que puedo afirmar, es que no tengo el collar y que los diamantes están en poder de alguien que debería aparecer y no quiere, y esto me obliga a repetir estas palabras de la Sagrada Escritura: "El mal cae sobre la cabeza del que lo ha cometido". —La cuestión está entre vos y él, señora. Os pregunto otra vez: ¿tenéis el collar? —¡No, por el honor de mi madre y por la vida de mi hijo!— respondió la reina. El rey, lleno de alegría, después de esta declaración, se volvió hacia el cardenal. —En este caso es un asunto entre la justicia y vos, caballero— dijo—; a no ser que prefiráis apelar a mi clemencia. —La clemencia de los reyes está hecha para los culpables, sire— respondió el cardenal—. Yo prefiero la justicia de los hombres. —¿No queréis confesar nada? —No tengo más que decir. — ¡Pero, caballero— exclamó la reina—, vuestro silencio deja mi honor en juego! El cardenal nada replicó. —Pues bien, yo no me callaré— continuó la reina—; este silencio me angustia y demuestra una generosidad que yo rechazo. Sabed, sire, que el crimen del señor cardenal no estriba sólo en la venta o en el robo del collar. El señor de Rohan levantó la cabeza y palideció. —¿Qué estáis diciendo?— interrogó el rey inquieto. —¡Señora!— murmuró el cardenal espantado. —¡Oh! Ningún razonamiento, ningún temor ni debilidad me hará cerrar la boca; tengo en mi corazón motivos que me empujarían a gritar mi inocencia en plena plaza pública. —¡Vuestra inocencia!— repitió el rey—. Señora, ¿quién sería suficientemente temerario o cobarde para obligaros a pronunciar esa palabra? —Os suplico, señora...— dijo el cardenal. —¡Ah! Ya empezáis a temblar. Lo había adivinado. Vuestras conjuras prefieren las sombras. A mí me gusta la luz del día. Sire, conminad al señor cardenal a que repita lo que ha dicho hace poco aquí, en este sitio. —¡Señora! ¡Señora!.— exclamó el príncipe de Rohan—, tened cuidado. Excedéis toda prudencia. —¡Cómo!— dijo el rey con altivez—. ¿Quién se atreve a hablar así a la reina? No soy yo, creo...; —Precisamente, sire— asintió María Antonieta—; el señor cardenal habla así a la reina porque pretende tener derecho a ello. —¿Vos, caballero?— murmuró el rey, que se había puesto lívido. —¡Él!— exclamó la reina con desprecio—. ¡Él! —¿El señor cardenal tiene pruebas?— prosiguió diciendo el rey dirigiéndose hacia el príncipe. —El señor de Rohan, según afirma, tiene unas cartas— dijo la reina.
—¡Veamos, caballero!— insistió el rey. —¡Las cartas!— gritó la reina arrebatada—. ¡Las cartas! El cardenal se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor frío. Parecía preguntar a Dios cómo era posible crear en una criatura tanta audacia y tanta perfidia. Pero guardó silencio. "—¡Ah! Pero esto no es todo— continuó la reina, que se iba animando bajo la influencia de su misma generosidad—. El señor cardenal ha obtenido, a lo que parece, unas citas. —¡Señora, por compasión!— dijo el rey. —¡Por pudor!— agregó el cardenal. —En fin, caballero, si no sois el último de los hombres, si para vos existe algo sagrado en el mundo, si tenéis pruebas, aportadlas. El señor de Rohan levantó lentamente la cabeza y replicó: —No, señora, no las tengo. —¡No añadiréis este crimen a los otros— continuó la reina—, no amontonaréis sobre mí, oprobio tras oprobio! Tenéis una persona que os ayuda, un testigo, en todo esto, una cómplice: nombradlo o nombradla. —¿Quién es?— preguntó el rey. —La señora de La Motte, sire— dijo la reina. —¡Ah!— exclamó el rey triunfante al ver que sus prevenciones contra Juana tenían una justificación—. ¡Vamos! ¡Interroguémosla! —Esa mujer ha desaparecido. Preguntad a este caballero lo que ha hecho de ella. Tenía demasiado interés en que no apareciese en la cuestión. —Otras personas la habrán hecho desaparecer, porque tendrían más interés que yo— replicó el cardenal—. Esto hace que no se la pueda hallar. —Pero, caballero, puesto que sois inocente— dijo la reina furiosa—, ayudadnos a hallar a los culpables. Mas el cardenal de Rohan, después de haberle dirigido una última mirada, volvió la espalda y cruzó los brazos. —Caballero— dijo el rey ofendido—, vais a ser llevado a la Bastilla. El cardenal se inclinó y con voz segura repuso: —¿Así vestido? ¿Con los hábitos pontificales? ¿Ante toda la corte? Reflexionad, sire; el escándalo será muy grande. E inclusive no dejará de ser agobiante para la cabeza en que recaiga. —Quiero que sea así— dijo el rey muy agitado. —Es un dolor injusto que hacéis sufrir prematuramente a un prelado, sire, y es ilegal condenar sin previa causa. —Es necesario que sea así— respondió el rey al tiempo que abría la puerta principal para buscar a alguien a quien comunicar la orden. El señor de Breteuil estaba allí; sus ojos ansiosos habían adivinado en la exaltación de la reina, en la agitación del rey y en la actitud del cardenal, la ruina de su enemigo. Aun no había acabado el rey de hablarle en voz baja, cuando el guardasellos, usurpando las funciones del capitán de guardias, gritó con voz sonora que resonó hasta el fondo de las galerías: —¡Arrestad al señor cardenal! El señor de Rohan se estremeció. Los murmullos que oyó bajo las arcadas, la agitación de los cortesanos, la súbita llegada de los guardias de corps, dieron a la escena un carácter de siniestro augurio. El cardenal pasó ante la reina sin saludarla, lo que hizo que se sublevase la sangre de la altiva princesa. Se inclinó muy humildemente al pasar ante el rey, y al hacerlo ante el
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—Tened cuidado— dijo de nuevo al cardenal—; estáis agravando vuestra situación,<br />
caballero. Yo os digo: "justificaos" y vos adoptáis aires de acusador.<br />
El cardenal reflexionó un momento; después, como si sucumbiese bajo el peso de esta<br />
misteriosa calumnia que menguaba su honor, dijo:<br />
—¿Justificarme? ¡Imposible!<br />
—Caballero; hay personas que sostienen que les ha sido robado un collar; proponiendo<br />
pagarlo, os confesáis culpable.<br />
—¿Habrá quién lo crea?— dijo el cardenal con soberbio desdén.<br />
—Entonces, caballero, si suponéis que no se creerá, es que pensáis...<br />
Y un estremecimiento de cólera alteró el semblante comúnmente plácido del rey.<br />
—Sire, ignoro lo que se dice— prosiguió el cardenal—; no sé nada tampoco de lo que<br />
se hace; todo lo más que puedo afirmar, es que no tengo el collar y que los diamantes<br />
están en poder de alguien que debería aparecer y no quiere, y esto me obliga a repetir<br />
estas palabras de la Sagrada Escritura: "El mal cae sobre la cabeza del que lo ha<br />
cometido".<br />
—La cuestión está entre vos y él, señora. Os pregunto otra vez: ¿tenéis el collar?<br />
—¡No, por el honor de mi madre y por la vida de mi hijo!— respondió la reina.<br />
El rey, lleno de alegría, después de esta declaración, se volvió hacia el cardenal.<br />
—En este caso es un asunto entre la justicia y vos, caballero— dijo—; a no ser que<br />
prefiráis apelar a mi clemencia.<br />
—La clemencia de los reyes está hecha para los culpables, sire— respondió el<br />
cardenal—. Yo prefiero la justicia de los hombres.<br />
—¿No queréis confesar nada?<br />
—No tengo más que decir.<br />
— ¡Pero, caballero— exclamó la reina—, vuestro silencio deja mi honor en juego!<br />
El cardenal nada replicó.<br />
—Pues bien, yo no me callaré— continuó la reina—; este silencio me angustia y<br />
demuestra una generosidad que yo rechazo. Sabed, sire, que el crimen del señor<br />
cardenal no estriba sólo en la venta o en el robo del collar.<br />
El señor de Rohan levantó la cabeza y palideció.<br />
—¿Qué estáis diciendo?— interrogó el rey inquieto.<br />
—¡Señora!— murmuró el cardenal espantado.<br />
—¡Oh! Ningún razonamiento, ningún temor ni debilidad me hará cerrar la boca; tengo<br />
en mi corazón motivos que me empujarían a gritar mi inocencia en plena plaza pública.<br />
—¡Vuestra inocencia!— repitió el rey—. Señora, ¿quién sería suficientemente<br />
temerario o cobarde para obligaros a pronunciar esa palabra?<br />
—Os suplico, señora...— dijo el cardenal.<br />
—¡Ah! Ya empezáis a temblar. Lo había adivinado. Vuestras conjuras prefieren las<br />
sombras. A mí me gusta la luz del día. Sire, conminad al señor cardenal a que repita lo<br />
que ha dicho hace poco aquí, en este sitio.<br />
—¡Señora! ¡Señora!.— exclamó el príncipe de Rohan—, tened cuidado. Excedéis toda<br />
prudencia.<br />
—¡Cómo!— dijo el rey con altivez—. ¿Quién se atreve a hablar así a la reina? No soy<br />
yo, creo...; —Precisamente, sire— asintió María Antonieta—; el señor cardenal habla<br />
así a la reina porque pretende tener derecho a ello.<br />
—¿Vos, caballero?— murmuró el rey, que se había puesto lívido.<br />
—¡Él!— exclamó la reina con desprecio—. ¡Él!<br />
—¿El señor cardenal tiene pruebas?— prosiguió diciendo el rey dirigiéndose hacia el<br />
príncipe.<br />
—El señor de Rohan, según afirma, tiene unas cartas— dijo la reina.