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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¿Qué haréis entonces?<br />

—Vos me dictaréis la norma de conducta. ¿Qué decís que piensa el señor de Rohan?<br />

—Cree que sois su querida.<br />

—Sois muy duro, Oliverio...<br />

—Hablo como se habla frente a la muerte.<br />

—¿Qué decís que piensan los joyeros?<br />

—Que no pudiendo pagar la reina, pagará el señor de Rohan por ella.<br />

—¿Qué piensa el público a propósito del collar?<br />

—Que vos lo tenéis escondido y sólo confesaréis cuando esté pagado, ya sea por el<br />

cardenal, impulsado por su amor hacia vos, ya sea por el rey por miedo al escándalo.<br />

—Bien. Dejadme ahora que os mire de frente y os pregunte: ¿qué pensáis de las escenas<br />

que visteis en el parque de Versalles?<br />

—Creo, señora, que tenéis necesidad de demostrarme vuestra inocencia—contestó<br />

enérgicamente Charny.<br />

La reina enjugó el sudor que humedecía su frente.<br />

—¡El príncipe Luis, cardenal de Rohan, gran limosnero de Francia!— gritó la voz del<br />

ujier en el corredor.<br />

—¡El!— murmuró Charny.<br />

—Vais a ver complacidos vuestros deseos— dijo la reina.<br />

—¿Le recibiréis?<br />

—Iba a hacerle llamar.<br />

—Pero yo...<br />

—Entrad en mi tocador y dejad la puerta entreabierta para poder oír.<br />

—¡Señora!<br />

—Apuraos, porque el cardenal está aquí ya.<br />

Y empujando al señor de Charny hacia la habitación que ella le había indicado, dejó la<br />

puerta como convenía e hizo entrar al cardenal.<br />

El señor de Rohan apareció en el umbral de la puerta. Estaba resplandeciente con su<br />

vestido de oficiante. Tras de él había quedado un séquito numeroso, en el que figuraban<br />

Boehmer y Bossange, algo turbados con sus vestidos de ceremonia.<br />

La reina se dirigió al encuentro del cardenal tratando de sonreír.<br />

Luis de Rohan estaba serio, e inclusive triste. Tenía la calma del hombre valiente que va<br />

a combatir, el gesto imperceptiblemente amenazante del prelado que quizás tenga que<br />

perdonar.<br />

La reina le indicó un taburete; el cardenal permaneció de pie.<br />

—Señora— dijo después de haber vacilado visiblemente—, yo tengo numerosas cosas<br />

importantes que comunicar a Vuestra Majestad, que parece que ha tomado la tarea de<br />

evitar mi presencia.<br />

—¿Yo?— se extrañó la reina—. Os he visto tan poco, señor cardenal, que pensaba<br />

mandar un correo para que vinieseis.<br />

—¿Estoy solo con Vuestra Majestad?— preguntó el cardenal en voz baja—. ¿Tengo el<br />

derecho de hablar con toda libertad?<br />

—Con toda libertad, señor cardenal. No os violentéis, estamos solos.<br />

Y con su firme voz, parecía querer enviar estas palabras al gentilhombre escondido en la<br />

habitación vecina. Gozaba con orgullo de su valor y de la seguridad que, desde las<br />

primeras palabras, infundiría al señor de Charny que estaría oyendo.<br />

El cardenal se decidió a hablar. Acercó el taburete al sillón de la reina con el fin de estar<br />

lo más lejos posible de la puerta de dos hojas.<br />

—Andáis con preámbulos— anotó la reina, afectando jovialidad.<br />

—Es que...— dijo el cardenal.

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