EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
Al leer de nuevo estas palabras, el cardenal sobresaltábase, leyendo deletreaba palabra por palabra y parecía querer pedir cuentas al papel de las duras frases que una mano cruel había acumulado. —¡Coqueta, caprichosa, pérfida!— decía en su desesperación—. ¡Oh! ¡Me vengaré! Reunía entonces todas las ruindades que consuelan a los corazones débiles en sus dolores de amor, pero que no bastan a curarlos. —Me ha escrito cuatro cartas, cada una de las cuales es más injusta y tiránica que las anteriores. Me ha tomado por mera distracción. Es una humillación que apenas podría perdonarle si no me sacrificase a un nuevo capricho. Y el infeliz, creyéndose burlado, releía con el fervor de la esperanza carta por carta, cuyo rigor estaba apuntalado con un arte de proporciones despiadadas. La última era una obra maestra de maldad que había consternado al cardenal, y sin embargo amaba éste hasta tal punto que, por espíritu de paradoja, se deleitaba leyendo y volviendo a leer las frías líneas llenas de dureza que procedían de Versalles, según la señora de La Motte. En aquel preciso momento se presentaron en su palacio los joyeros. Quedó el cardenal muy sorprendido por su insistencia en forzar la consigna. Despidió tres veces a su ayuda de cámara, el cual volvió por cuarta vez diciendo que Boehmer y Bossange habían expresado su propósito de no retirarse sino por la fuerza. —¿Qué significa esto?— inquirió el cardenal—. Hacedlos entrar. Entraron. Sus rostros trastornados demostraban de manera elocuente los combates que habían tenido que sostener moral y físicamente. Si bien es cierto que habían quedado vencedores en uno de estos combates, también lo es que habían perdido el otro. —Ante todo, ¿qué significa esa brutalidad, señores joyeros?— clamó el cardenal—. ¿Se os debe algo aquí acaso? El tono de esta acogida espantó a los dos asociados. —¿Es que las escenas anteriores se van a repetir?— sugirió Boehmer con un guiño a su compañero. — ¡Oh! No, no— dijo este último sujetando su peluca con un gesto belicoso—, en cuanto a mí estoy dispuesto a todos los ataques. Y dio un paso adelante en forma casi amenazadora mientras Boehmer, más prudente, quedaba algo atrás. El cardenal creyó que se habían vuelto locos y así lo dijo claramente. —Monseñor— suplicó desesperado Boehmer cortando las palabras con un suspiro—, ¡justicia, misericordia! —Evitad que desesperemos y no nos forcéis a faltar al respeto al más grande e ilustre de los príncipes. —Caballeros, o no sois locos, y en tal caso os haré echar por las ventanas, o lo sois, en cuyo caso os haré poner sencillamente en la puerta. Elegid. —Monseñor, no somos locos, sino robados. —¿Qué me importa a mí?— replicó el señor de Rohan—; no soy el jefe de policía. —Pero tenéis el collar en vuestras manos, monseñor— dijo Boehmer sollozando—; os veréis obligado a deponer ante la justicia... —¿Que yo lo tengo? ¿Acaso ha sido robado el collar? —Sí, monseñor. —¿Y qué dice la reina? —La reina nos ha enviado a vos, monseñor. —Su Majestad es muy amable. ¿Pero qué puedo hacer yo, amigos míos? —Lo podéis todo, monseñor. Por ejemplo, decir qué se ha hecho del collar. —¿Yo?
—Sin duda. —Mi querido señor Boehmer, podríais utilizar semejante lenguaje si yo perteneciese a la banda de ladrones que ha robado el collar a la reina. —No es a la reina a quien se lo han robado. —¡Dios mío! ¿A quién entonces? —La reina niega haberlo tenido en su poder. —¡Que lo niega!— repitió el cardenal vacilando—. ¿No tenéis un recibo de ella? —La reina dice que es falso. —¡Vamos! Habéis perdido la cabeza, caballeros. —¿Es verdad?— interrogó Boehmer a Bossange, que contestó con un triple asentimiento. —La reina niega no sólo que haya escrito el reconocimiento, puesto que dice que es falso, sino que nos ha enseñado un recibo según el cual nos había devuelto el collar. —¿Un recibo vuestro?— se interesó el cardenal—. ¿Y este recibo? —Es tan falso como el otro, señor cardenal; vos lo sabéis bien. —¿Falso?... ¿Dos documentos falsos?... ¿Y decís que yo lo sé? —Seguramente, puesto que vinisteis para confirmar lo que nos había dicho la señora de La Motte; porque sabíais que habíamos vendido el collar y que estaba en poder de la reina. —Veamos— dijo el cardenal pasando una mano por su frente—, me parece que todas éstas son cosas muy graves. Entendámonos. He aquí mis operaciones con vosotros. —Sí, monseñor. —En primer término, compra hecha por mí por cuenta de Su Majestad de un collar de cuyo importe os adelanté doscientas cincuenta mil libras. —Es verdad, monseñor. —Tras esto, venta suscrita directamente por la reina, al menos según me habéis dicho, a plazos fijados por ella y bajo la responsabilidad de su firma. —¿De su firma?... ¿Decís la firma de la reina, monseñor? —Mostrádmela. —Aquí está; Los joyeros sacaron la carta. El cardenal pasó la mirada por ella. —¡Pero, sois unos cándidos!... María Antonieta de Francia... ¿No es acaso la reina una descendiente de la casa de Austria? ¡Os han robado! ¡La letra y la firma, todo es falso! —Pero entonces— exclamaron los joyeros en el colmo de la desesperación—, la señora de La Motte debe conocer al ladrón y al falsario... La verdad de esta aserción impresionó al cardenal. —Llamemos a la señora de La Motte— dijo muy turbado. Sus criados se lanzaron a la busca de Juana, cuya carroza no podía estar muy lejos todavía. Sin embargo, Boehmer y Bossange, agazapándose, como las liebres en su agujero, en las promesas de la reina, repetían: —¿Dónde está el collar? ¿Dónde está el collar? —Me vais a dejar sordo— respondió el cardenal de mal humor—. Yo se lo he entregado personalmente a la reina, esto es todo lo que sé. —¡El collar! ¡Si no se nos paga, queremos el collar!— repetían los dos comerciantes. —Señores, esto no me afecta en lo más mínimo— repitió el cardenal fuera de sí y decidido a despedirlos. —¡La señora de La Motte! ¡La señora de La Motte! — gritaban Boehmer y Bossange, roncos ya—. ¡Ella es la que nos ha perdido!
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—Mi querido señor Boehmer, podríais utilizar semejante lenguaje si yo perteneciese a<br />
la banda de ladrones que ha robado el collar a la reina.<br />
—No es a la reina a quien se lo han robado.<br />
—¡Dios mío! ¿A quién entonces?<br />
—La reina niega haberlo tenido en su poder.<br />
—¡Que lo niega!— repitió el cardenal vacilando—. ¿No tenéis un recibo de ella?<br />
—La reina dice que es falso.<br />
—¡Vamos! Habéis perdido la cabeza, caballeros.<br />
—¿Es verdad?— interrogó Boehmer a Bossange, que contestó con un triple<br />
asentimiento.<br />
—La reina niega no sólo que haya escrito el reconocimiento, puesto que dice que es<br />
falso, sino que nos ha enseñado un recibo según el cual nos había devuelto el collar.<br />
—¿Un recibo vuestro?— se interesó el cardenal—. ¿Y este recibo?<br />
—Es tan falso como el otro, señor cardenal; vos lo sabéis bien.<br />
—¿Falso?... ¿Dos documentos falsos?... ¿Y decís que yo lo sé?<br />
—Seguramente, puesto que vinisteis para confirmar lo que nos había dicho la señora de<br />
La Motte; porque sabíais que habíamos vendido el collar y que estaba en poder de la<br />
reina.<br />
—Veamos— dijo el cardenal pasando una mano por su frente—, me parece que todas<br />
éstas son cosas muy graves. Entendámonos. He aquí mis operaciones con vosotros.<br />
—Sí, monseñor.<br />
—En primer término, compra hecha por mí por cuenta de Su Majestad de un collar de<br />
cuyo importe os adelanté doscientas cincuenta mil libras.<br />
—Es verdad, monseñor.<br />
—Tras esto, venta suscrita directamente por la reina, al menos según me habéis dicho, a<br />
plazos fijados por ella y bajo la responsabilidad de su firma.<br />
—¿De su firma?... ¿Decís la firma de la reina, monseñor?<br />
—Mostrádmela.<br />
—Aquí está;<br />
Los joyeros sacaron la carta. El cardenal pasó la mirada por ella.<br />
—¡Pero, sois unos cándidos!... María Antonieta de Francia... ¿No es acaso la reina una<br />
descendiente de la casa de Austria? ¡Os han robado! ¡La letra y la firma, todo es falso!<br />
—Pero entonces— exclamaron los joyeros en el colmo de la desesperación—, la señora<br />
de La Motte debe conocer al ladrón y al falsario...<br />
La verdad de esta aserción impresionó al cardenal.<br />
—Llamemos a la señora de La Motte— dijo muy turbado.<br />
Sus criados se lanzaron a la busca de Juana, cuya carroza no podía estar muy lejos<br />
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Sin embargo, Boehmer y Bossange, agazapándose, como las liebres en su agujero, en<br />
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—¿Dónde está el collar? ¿Dónde está el collar?<br />
—Me vais a dejar sordo— respondió el cardenal de mal humor—. Yo se lo he<br />
entregado personalmente a la reina, esto es todo lo que sé.<br />
—¡El collar! ¡Si no se nos paga, queremos el collar!— repetían los dos comerciantes.<br />
—Señores, esto no me afecta en lo más mínimo— repitió el cardenal fuera de sí y<br />
decidido a despedirlos.<br />
—¡La señora de La Motte! ¡La señora de La Motte! — gritaban Boehmer y Bossange,<br />
roncos ya—. ¡Ella es la que nos ha perdido!