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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Ved, querida mía —dijo—, si queda por ahí algún cabo de bujía. Me es insoportable<br />

la vela de sebo.<br />

—No hay nada por ahí —repuso la vieja.<br />

—Pero mirad.<br />

—¿Dónde?<br />

—Quizá en la antecámara.<br />

—Hace mucho frío allí.<br />

—Acaban de llamar a la puerta —dijo la joven.<br />

—Madame se engaña —murmuró la vieja, obstinada.<br />

—Yo creo que sí, Clotilde.<br />

Al ver que la vieja se resistía, cedió, rezongando en voz baja, como hacen las personas<br />

que, por una causa cualquiera, han perdido el respeto de sus inferiores.<br />

Después volvió a sus cálculos. «Ocho luises, de los cuales debo dos o tres en el<br />

distrito.»<br />

Tomó la pluma y escribió.<br />

«Tres luises, cinco prometidos a monsieur de la Motte por tener que soportar la estancia<br />

de Bar-sur-Aube.»<br />

«¡Pobre diablo! Nuestro matrimonio no le ha enriquecido, pero paciencia.» Sonrió<br />

mientras se miraba en el espejo colocado entre los dos retratos.<br />

«Ahora —continuó— desplazamientos de Versalles a París y de París a Versalles.<br />

Precio del carruaje de alquiler, un luis.»<br />

Y escribió esta nueva cifra en la columna de los gastos.<br />

«Durante ocho días tendremos que vivir con un luis.»<br />

Agregó todavía:<br />

«Gastos de tocador, coches de alquiler, gratificaciones a los suizos de las casas adonde<br />

acudimos en busca de ayuda: cuatro luises. ¿Está todo apuntado? Sumemos.»<br />

Pero a la mitad de la suma se interrumpió.<br />

—Llaman. Os lo había dicho.<br />

—No, madame —respondió la vieja, que dormitaba ahora en su butaca—. No es aquí;<br />

es más abajo, en el cuarto.<br />

«Cuatro, seis, once, catorce luises: seis menos de los que son precisos, todo un<br />

guardarropa que renovar y esta vieja insoportable a la que hay que pagar para poder<br />

despedirla.»<br />

De pronto exclamó:<br />

—Pero, si os he dicho que llaman —gritó enfurecida.<br />

Esta vez, es preciso confesarlo, incluso un sordo habría oído que llamaban; la<br />

campanilla, agitada con fuerza, temblaba en su soporte y vibró tanto que los ecos se<br />

esparcieron por toda la mansión.<br />

Mientras la vieja, despierta por fin con el ruido, corría a la antecámara, su dueña, ágil<br />

como una ardilla, recogió las cartas y los papeles esparcidos sobre la mesa, los metió en<br />

un armario y, después de echar una rápida ojeada alrededor para asegurarse de que todo<br />

estaba en orden, se sentó en el sofá, en la actitud humilde y triste de una persona infeliz<br />

pero resignada.<br />

Sin embargo, sólo su cuerpo reposaba; con mirada atenta, ansiosa, vigilante, interrogaba<br />

al espejo que reflejaba la puerta de entrada, mientras aguzaba el oído para escuchar el<br />

menor ruido.<br />

La dueña abrió la puerta y se la oyó murmurar algo en la antecámara.<br />

Luego una voz fresca, suave y firme, pronunció estas palabras:<br />

—¿Es ésta la casa donde vive la señora condesa de la Motte?<br />

—¿La señora condesa de la Motte-Valois? —concretó con voz gangosa, Clotilde.

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