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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Le pareció ver una débil luz que se movía por entre el hueco de las hojas, tras las dobles<br />

cortinas.<br />

"¿Qué estará haciendo? ¡Habrá miserable! Pero, tal vez no haya visto la señal".<br />

Tomó una decisión:<br />

"Subamos de nuevo", dijo.<br />

Y subió otra vez a su casa para repetir las señales con la bujía.<br />

Ninguna señal respondió a las suyas.<br />

"Esta maldita debe estar enferma; Por ello no se moverá. ¡Pero no importa! Viva o<br />

muerta haré que desaparezca esta noche".<br />

Descendió de nuevo la escalera. Tenía en la mano la llave que tantas veces había<br />

procurado a Olive la libertad nocturna.<br />

En el momento de introducirla en la cerradura del palacio se detuvo.<br />

"¿Y si hubiese alguien con ella?— pensó—. Imposible, yo oiría las voces y siempre<br />

tendría tiempo para bajar de nuevo. Si encontrase a alguien en la escalera... ¡Oh!"<br />

Estuvo a punto de retroceder ante esta peligrosa suposición.<br />

El ruido del caracolear de los caballos sobre el sonoro pavimento, la decidió.<br />

"¡Sin peligro no se obtiene nada bueno!— se dijo—. ¡Con audacia jamás existe<br />

peligro!"<br />

Dio vuelta al pestillo de la pesada cerradura y la puerta se abrió.<br />

Juana conocía las habitaciones. La escalera estaba a la izquierda y la joven subió por<br />

ella, presurosa.<br />

Ningún ruido; ninguna luz; nadie.<br />

Llegó hasta el descansillo de las habitaciones de Nicolasa.<br />

Allí, bajo la puerta, se divisaba una línea luminosa y se oía el rumor de unos pasos<br />

agitados.<br />

Juana, jadeante, pero apagando su respiración, escuchó. No hablaban. Olive debía estar<br />

sola, caminaba seguramente arreglando sus cosas. No estaba, por lo tanto, enferma y<br />

todo se reducía a un retraso.<br />

Golpeó suavemente en la puerta.<br />

—¡Olive! ¡Olive!— dijo—. Querida amiga...<br />

Los pasos se acercaron en la alfombra.<br />

—¡Abrid! ¡Abrid!— rogó.<br />

La puerta se abrió y un gran resplandor inundó a Juana, que se halló frente a un hombre<br />

con una antorcha de tres brazos en la mano. Lanzó la condesa un grito terrible,<br />

ocultando su cara.<br />

—¿Olive?— dijo aquel hombre—. ¿Acaso no sois vos?— Y levantó suavemente la capa<br />

de la condesa—. ¡Señora condesa de La Motte!— exclamó entonces con un tono de<br />

sorpresa admirablemente fingido.<br />

—¡Señor de Cagliostro!— murmuró Juana a punto de desvanecerse.<br />

Entre todos los peligros que Juana había podido suponer, jamás imaginó el que entonces<br />

encontraba.<br />

El peligro ése no se presentaba muy terrible a primera vista, pero reflexionando un<br />

poco, al observar el aire sombrío y el profundo disimulo de ese hombre extraño, el<br />

riesgo debía ser extraordinario.<br />

Juana estuvo a punto de perder la cabeza, retrocedió y sintió el deseo de echarse desde<br />

lo alto de la escalera.<br />

Cagliostro le tendió cortésmente la mano, invitándola a sentarse.<br />

_—¿A qué debo el honor de vuestra visita, señora?— dijo con voz firme.<br />

—Caballero...— balbuceó la intrigante, que no podía apartar sus ojos de los del conde—<br />

, yo venía..., yo buscaba...

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