EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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satisfacción absoluta. El honor de una reina y el de un príncipe de la Iglesia por el precio de un millón y medio, era demasiado barato. Juana creía estar segura de obtener tres millones en cuanto se lo propusiese. ¿Por qué Juana estaba segura en lo que a la intriga se refería? Porque el cardenal tenía la convicción de haber visto tres noches seguidas a la reina en los bosques de Versalles, y ningún poder en el mundo podría probarle que se equivocaba. Si existía una sola prueba que demostraba la superchería, una prueba viva, irrecusable, Juana iba a hacerla desaparecer. Cuando hubo llegado a este punto en su meditación, se acercó a la ventana y vio a Olive muy inquieta, curiosa, en su balcón. "Esta es una cuestión entre las dos", pensó Juana mientras saludaba cariñosamente a su cómplice. La condesa hizo la señal convenida a Olive para que bajase por la noche. Muy contenta por haber recibido esta comunicación, Olive entró de nuevo en sus habitaciones; Juana continuó meditando. Aniquilar el instrumento cuando no puede servir más, es el sistema de todos los intrigantes; sólo que muchos fracasan en ese punto porque le hacen gemir, lo que traiciona su secreto, o lo destruyen en forma incompleta, lo que permite que otros lo utilicen a su vez. Juana pensaba que la pequeña Olive, ansiosa de vivir, no podría ser apartada en la forma que sería necesario sin que antes lanzase alguna queja. Era preciso inventar, por tanto, para ella, alguna fábula que la obligase a huir y otra que la hiciese adoptar esta decisión con verdadero placer. Las dificultades surgen a cada paso, pero hay temperamentos que gozan tanto en ir resolviéndolas como otros en ajar rosas. Olive, aunque encantada con la sociedad de su nueva amiga, no lo estaba sino relativamente. Es decir, entreviendo este lazo a través de los cristales de su encarcelamiento, le parecía deliciosa. Pero la sincera Nicolasa no disimulaba a su amiga que ella prefería las cosas a la luz del día, los paseos al sol, todas las realidades de la vida, en fin, más que esos paseos nocturnos y esa ficticia realeza. Juana, sus caricias y su intimidad, no eran sino remedos de la vida; la vida real era el dinero y Beausire. Juana, que había estudiado a fondo esta teoría, prometió aplicarla cuando se presentase la primera ocasión. En resumen, decidió poner de relieve, en su conversación con Nicolasa, la necesidad de hacer desaparecer en absoluto las pruebas de las supercherías criminales cometidas en el parque de Versalles. Llegó la noche y Olive bajó. Juana la esperaba en la puerta. Ambas tomaron por la calle de Saint-Claude hasta el desierto bulevar, alcanzando el coche, que, para que pudiesen hablar más cómodamente, caminaba al paso por la carretera que se dirige a Vincennes. Nicolasa, bien disfrazada con un vestido sencillo y bajo una amplia cofia; Juana, vestida de modistilla; nadie podría haberlas reconocido. Aparte de que hubiera sido indispensable para ello mirar dentro de la carroza, y sólo la policía tenía ese derecho. Pero nada había hecho entrar en sospechas a la policía. Además, el vehículo llevaba en los tableros las armas de los Valois, respetables centinelas cuya consigna ningún agente se hubiera atrevido a forzar. Olive empezó por llenar de besos a Juana, que se los devolvió con usura. —¡Cuánto me he aburrido!— exclamaba Olive—. Os buscaba.

—Era imposible, amiga mía, que os viniese a ver, porque hubiese corrido y os hubiese hecho correr un peligro demasiado grande. —¿Qué queréis decir? —Un peligro terrible, querida pequeña, y del que aun me asusto. —¡Oh! Contadme eso en seguida. —Ya sabéis que os aburríais mucho aquí. —¡Ay! Sí. —Y que para distraeros deseabais salir. —Para lo que me ayudasteis amistosamente. —También sabéis que os hablé de un oficial de justicia un poco loco, pero muy amable, que está enamorado de la reina, a quien os parecéis. —Sí, lo sé. —Tuve la debilidad de proponeros una diversión inocente que consistía en alegrarnos a costa del pobre joven y engañarle haciéndole creer en un capricho de la reina por él. —¡Ay!— suspiró Olive. —No os recordaré los dos primeros paseos que hicimos de noche, en el jardín de Versalles, en compañía de ese pobre muchacho. Olive suspiró de nuevo. —De esas dos noches durante las cuales desempeñasteis tan bien el papel, que nuestro amante tomó la cosa en serio. —Hicimos mal, sin duda— dijo Olive en voz baja—; porque verdaderamente le engañábamos y no merecía eso tan encantador caballero. —¿Lo reconocéis? —¡Oh! Sí. —Mas el mal no está en eso. Haberle dado una rosa, haberos dejado llamar Majestad, haberle dado a besar vuestras manos, son pequeñas travesuras. Pero..., mi pequeña Olive, me parece que no fue eso todo... Olive se sonrojó en tal forma, que, a no haber sido por la oscuridad de la noche, Juana lo hubiera notado forzosamente. Bien es verdad que, como mujer de talento, miraba hacia el camino y no a su compañera. —¡Cómo!...— balbuceó Nicolasa—. ¿Qué queréis decir?... ¿No es eso todo? —Hubo una tercera entrevista— dijo Juana. —Sí— reconoció Olive vacilando—. ¡Demasiado lo sabéis puesto que estabais allí! —Perdón, querida amiga; como siempre, estaba lejos, vigilando o haciendo como que vigilaba para dar más veracidad a vuestro papel. Por lo tanto, no vi ni oí lo que ocurría en la gruta. No sé sino lo que vos me contasteis, es decir, que habíais paseado, hablado y que las rosas y los besos en las manos se habían repetido. Yo creo todo lo que se me cuenta, querida. —Sí.. pero...— dijo temblando Olive. —Pero parece que nuestro loco dice que la reina le concedió más de lo que cuenta. —¿Qué? —Parece que enervado, aturdido, excitado, se vanagloria de haber obtenido de la reina una prueba irrecusable de amor compartido. Decididamente este pobre diablo está loco. —¡Dios mío!— murmuró Olive. —En primer lugar está loco porque miente, ¿verdad?— preguntó Juana. —Ciertamente... —Sin decírmelo, no os habríais expuesto a un peligro semejante, ¿verdad, querida? Olive se estremeció. —¿Cómo puede ser verdad que vos, que amáis al señor de Beausire y me tenéis por compañera— continuó diciendo la terrible amiga—; vos, cortejada por el conde de

—Era imposible, amiga mía, que os viniese a ver, porque hubiese corrido y os hubiese<br />

hecho correr un peligro demasiado grande.<br />

—¿Qué queréis decir?<br />

—Un peligro terrible, querida pequeña, y del que aun me asusto.<br />

—¡Oh! Contadme eso en seguida.<br />

—Ya sabéis que os aburríais mucho aquí.<br />

—¡Ay! Sí.<br />

—Y que para distraeros deseabais salir.<br />

—Para lo que me ayudasteis amistosamente.<br />

—También sabéis que os hablé de un oficial de justicia un poco loco, pero muy amable,<br />

que está enamorado de la reina, a quien os parecéis.<br />

—Sí, lo sé.<br />

—Tuve la debilidad de proponeros una diversión inocente que consistía en alegrarnos a<br />

costa del pobre joven y engañarle haciéndole creer en un capricho de la reina por él.<br />

—¡Ay!— suspiró Olive.<br />

—No os recordaré los dos primeros paseos que hicimos de noche, en el jardín de<br />

Versalles, en compañía de ese pobre muchacho.<br />

Olive suspiró de nuevo.<br />

—De esas dos noches durante las cuales desempeñasteis tan bien el papel, que nuestro<br />

amante tomó la cosa en serio.<br />

—Hicimos mal, sin duda— dijo Olive en voz baja—; porque verdaderamente le<br />

engañábamos y no merecía eso tan encantador caballero.<br />

—¿Lo reconocéis?<br />

—¡Oh! Sí.<br />

—Mas el mal no está en eso. Haberle dado una rosa, haberos dejado llamar Majestad,<br />

haberle dado a besar vuestras manos, son pequeñas travesuras. Pero..., mi pequeña<br />

Olive, me parece que no fue eso todo...<br />

Olive se sonrojó en tal forma, que, a no haber sido por la oscuridad de la noche, Juana<br />

lo hubiera notado forzosamente. Bien es verdad que, como mujer de talento, miraba<br />

hacia el camino y no a su compañera.<br />

—¡Cómo!...— balbuceó Nicolasa—. ¿Qué queréis decir?... ¿No es eso todo?<br />

—Hubo una tercera entrevista— dijo Juana.<br />

—Sí— reconoció Olive vacilando—. ¡Demasiado lo sabéis puesto que estabais allí!<br />

—Perdón, querida amiga; como siempre, estaba lejos, vigilando o haciendo como que<br />

vigilaba para dar más veracidad a vuestro papel. Por lo tanto, no vi ni oí lo que ocurría<br />

en la gruta. No sé sino lo que vos me contasteis, es decir, que habíais paseado, hablado<br />

y que las rosas y los besos en las manos se habían repetido. Yo creo todo lo que se me<br />

cuenta, querida.<br />

—Sí.. pero...— dijo temblando Olive.<br />

—Pero parece que nuestro loco dice que la reina le concedió más de lo que cuenta.<br />

—¿Qué?<br />

—Parece que enervado, aturdido, excitado, se vanagloria de haber obtenido de la reina<br />

una prueba irrecusable de amor compartido. Decididamente este pobre diablo está loco.<br />

—¡Dios mío!— murmuró Olive.<br />

—En primer lugar está loco porque miente, ¿verdad?— preguntó Juana.<br />

—Ciertamente...<br />

—Sin decírmelo, no os habríais expuesto a un peligro semejante, ¿verdad, querida?<br />

Olive se estremeció.<br />

—¿Cómo puede ser verdad que vos, que amáis al señor de Beausire y me tenéis por<br />

compañera— continuó diciendo la terrible amiga—; vos, cortejada por el conde de

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