EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
—Señora— dijo—, el egoísmo es una virtud cuando se utiliza para realzar a las personas a las que se adora. Ella se sonrojó. —Sólo sé deciros— respondió— que yo quería a Andrea y ella me ha dejado; que os tengo afecto y me dejáis. Es humillante para mí ver que se alejan de mi lado dos personas tan perfectas. —Nada puede humillar a una persona augusta como vos, señora— dijo fríamente Taverney—; el baldón no llega a frentes tan elevadas como la vuestra. —En vano busco algo que haya podido heriros. —Nada me ha herido, señora— contestó Felipe con viveza. —Vuestro grado ha sido confirmado; vuestra fortuna estaba bien encaminada; yo os distinguía... —Repito a Vuestra Majestad, que nada de lo que hay en la corte me halaga. —¿Y si os pidiera que os quedarais... si os lo ordenara? —Me vería en el doloroso trance de tener que desobedecer a Vuestra Majestad. La reina, por tercera vez, sumióse en esa silenciosa reserva que era para ella lo que la orden de recomenzar es para el espadachín fatigado. Y como acostumbraba a salir de esta reserva con un golpe de efecto, dijo: —¿Hay alguien que os disgusta aquí? Tenéis un aspecto sombrío. —Nadie me disgusta. —Creía... que estabais en malas relaciones con un gentilhombre..., con el señor de Charny... a quien heristeis en duelo— dijo la reina, animándose por momentos—. Y como es natural que uno se aleje de las personas a quienes no quiere, desde que habéis visto que el señor de Charny volvía, habréis deseado dejar la corte. Felipe no respondió. La reina, juzgando equivocadamente a este hombre tan leal y tan valiente, creyó hallarse ante un celoso como tantos otros. Lo persiguió sin contemplación: —Fue hoy, precisamente, cuando supisteis que el señor de Charny está de regreso. Por eso me pedís licencia para retiraros. Felipe, más lívido que pálido ante semejante ataque, reaccionó violentamente. —Señora— dijo—, sólo esta mañana supe oficialmente el regreso del señor de Charny, pero sabía que estaba de vuelta mucho antes de lo que piensa Vuestra Majestad, pues encontré al señor de Charny a las dos de la mañana en la puerta del parque que corresponde a los baños de Apolo. La reina palideció a su vez; y después de haber contemplado con admiración mezclada de terror, la perfecta cortesía que el gentilhombre conservaba en medio de su cólera, murmuró con voz apagada: —¡Bien! Podéis marcharos. Tenéis mi real licencia. Felipe saludó por última vez y partió lentamente. La reina se dejó caer extenuada sobre su sillón, exclamando: —¡Oh, Francia! ¡País de nobles corazones! CAPITUXO LXXI LOS CELOS DEL CARDENAL Mientras tanto el cardenal había visto transcurrir tres noches harto diferentes de las que su imaginación revivía sin cesar. ¡Sin noticias de nadie ni esperanzas de una visita! Aquel silencio mortal después de lo agitado de la pasión, era la oscuridad del sótano después de la alegre luz del sol. El cardenal había acariciado al principio la esperanza de que su amante, mujer antes que
eina, quisiera conocer de qué clase era el amor que se le testimoniaba y si ella seguía siendo amada después de haber correspondido. Sentimiento verdaderamente masculino, que era un arma de dos filos y que hirió dolorosamente al cardenal cuando se volvió contra él. En efecto, no viendo venir a nadie y sin oír otra cosa que el silencio, como dice el señor de Delille, temió el infortunado que esta prueba le era desfavorable. De ahí la angustia, el miedo y la inquietud que le invadían y de los que no se puede tener una idea, si no se han sufrido esas neuralgias generales que convierten cada una de las fibras nerviosas que conducen al cerebro, en una serpiente de fuego que se enrolla y estira según su propia voluntad. Esta dolencia se hizo insoportable al cardenal; durante medio día envió diez mensajes a casa de la señora de La Motte y diez a Versalles. El décimo correo le trajo por fin a Juana, que vigilaba allá abajo a Charny y a la reina y se gozaba interiormente de la impaciencia del cardenal, a la que pronto debería el éxito de su empresa. El de Rohan, al verla, estalló: —¿Cómo es posible que viváis con esa tranquilidad?... ¡Sabéis que estoy en un suplicio y vos, que os decís amiga mía, me dejáis en él hasta que llegue la muerte! —Monseñor— contestó Juana—, paciencia. Lo que yo estaba haciendo en Versalles, lejos de vos, es más útil que lo que vos hacíais aquí deseando mi llegada. —No seáis cruel hasta este punto— dijo Su Excelencia, acariciado por la esperanza de obtener noticias—. Veamos, decidme lo que hacíais allí. —La ausencia es un mal doloroso, ya se sufra en París o en Versalles. —Esto es lo que me encanta y os lo agradezco, pero… —¿Pero? —¡Me hacen falta pruebas! —¡Dios mío! ¿Qué decís, monseñor?— exclamó Juana—. ¡Pruebas! ¿Qué significa esta palabra?... ¿Estáis en vuestro juicio, monseñor, cuando tratáis de pedir a una mujer pruebas de sus faltas? —Yo no pido un testimonio para un proceso, condesa, sino una prenda de amor. —Me parece— dijo la condesa después de haber mirado a Su Excelencia de cierta manera— que os volvéis muy exigente y además olvidadizo. —¡Ah! Ya sé lo que vais a decirme..., sé que me tendría que dar por muy satisfecho... por muy honrado; pero poneos en mi lugar, condesa. ¿Aceptaríais ser abandonado después de haber gozado de las apariencias del favor? —¿Apariencias dijisteis?— dijo Juana con ironía. —Podéis burlaros impunemente de mí, condesa; es cierto que nada me autoriza a quejarme, pero me quejo... —Vamos, monseñor, yo no puedo ser responsable de vuestro descontento si para ello no hay causa o las que existen son frívolas y acaso imaginarias. —Condesa, no me tenéis la menor compasión. —Monseñor, no hago sino repetir vuestras palabras y seguir el curso de la discusión. —Seguid vuestra inspiración en lugar de reprochar mis locuras, ayudadme y no me atormentéis. —¿Ayudaros? No creo que haya nada que hacer. —¿No creéis que haya nada que hacer?— repitió el cardenal acentuando sus palabras. —Nada. —Pues bien, señora; tal vez no crean todos lo mismo que vos. —¡Ay, monseñor! Ya hemos llegado a la cólera y no nos comprendemos. Perdóneme Vuestra Eminencia que se lo haga observar.
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eina, quisiera conocer de qué clase era el amor que se le testimoniaba y si ella seguía<br />
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Sentimiento verdaderamente masculino, que era un arma de dos filos y que hirió<br />
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En efecto, no viendo venir a nadie y sin oír otra cosa que el silencio, como dice el señor<br />
de Delille, temió el infortunado que esta prueba le era desfavorable. De ahí la angustia,<br />
el miedo y la inquietud que le invadían y de los que no se puede tener una idea, si no se<br />
han sufrido esas neuralgias generales que convierten cada una de las fibras nerviosas<br />
que conducen al cerebro, en una serpiente de fuego que se enrolla y estira según su<br />
propia voluntad.<br />
Esta dolencia se hizo insoportable al cardenal; durante medio día envió diez mensajes a<br />
casa de la señora de La Motte y diez a Versalles.<br />
El décimo correo le trajo por fin a Juana, que vigilaba allá abajo a Charny y a la reina y<br />
se gozaba interiormente de la impaciencia del cardenal, a la que pronto debería el éxito<br />
de su empresa.<br />
El de Rohan, al verla, estalló:<br />
—¿Cómo es posible que viváis con esa tranquilidad?... ¡Sabéis que estoy en un suplicio<br />
y vos, que os decís amiga mía, me dejáis en él hasta que llegue la muerte!<br />
—Monseñor— contestó Juana—, paciencia. Lo que yo estaba haciendo en Versalles,<br />
lejos de vos, es más útil que lo que vos hacíais aquí deseando mi llegada.<br />
—No seáis cruel hasta este punto— dijo Su Excelencia, acariciado por la esperanza de<br />
obtener noticias—. Veamos, decidme lo que hacíais allí.<br />
—La ausencia es un mal doloroso, ya se sufra en París o en Versalles.<br />
—Esto es lo que me encanta y os lo agradezco, pero…<br />
—¿Pero?<br />
—¡Me hacen falta pruebas!<br />
—¡Dios mío! ¿Qué decís, monseñor?— exclamó Juana—. ¡Pruebas! ¿Qué significa esta<br />
palabra?... ¿Estáis en vuestro juicio, monseñor, cuando tratáis de pedir a una mujer<br />
pruebas de sus faltas?<br />
—Yo no pido un testimonio para un proceso, condesa, sino una prenda de amor.<br />
—Me parece— dijo la condesa después de haber mirado a Su Excelencia de cierta<br />
manera— que os volvéis muy exigente y además olvidadizo.<br />
—¡Ah! Ya sé lo que vais a decirme..., sé que me tendría que dar por muy satisfecho...<br />
por muy honrado; pero poneos en mi lugar, condesa. ¿Aceptaríais ser abandonado<br />
después de haber gozado de las apariencias del favor?<br />
—¿Apariencias dijisteis?— dijo Juana con ironía.<br />
—Podéis burlaros impunemente de mí, condesa; es cierto que nada me autoriza a<br />
quejarme, pero me quejo...<br />
—Vamos, monseñor, yo no puedo ser responsable de vuestro descontento si para ello no<br />
hay causa o las que existen son frívolas y acaso imaginarias.<br />
—Condesa, no me tenéis la menor compasión.<br />
—Monseñor, no hago sino repetir vuestras palabras y seguir el curso de la discusión.<br />
—Seguid vuestra inspiración en lugar de reprochar mis locuras, ayudadme y no me<br />
atormentéis.<br />
—¿Ayudaros? No creo que haya nada que hacer.<br />
—¿No creéis que haya nada que hacer?— repitió el cardenal acentuando sus palabras.<br />
—Nada.<br />
—Pues bien, señora; tal vez no crean todos lo mismo que vos.<br />
—¡Ay, monseñor! Ya hemos llegado a la cólera y no nos comprendemos. Perdóneme<br />
Vuestra Eminencia que se lo haga observar.