EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
Charny lanzó un gemido semejante al que exhala un hombre que expira. La reina al hablarle le había enervado con su aliento; sus palabras le habían enloquecido. Quemábale en los hombros el contacto de sus manos y en el corazón el roce de su pecho. —Dejadme que dé gracias a Dios— murmuró—. Si no pensase en Dios pensaría demasiado en vos. Levantóse ella lentamente y fijó en Oliverio una mirada abrasadora, si bien empañada por las lágrimas. —¿Queréis mi vida?— dijo él arrebatado. La reina calló sin dejar de mirarle. —Dadme vuestro brazo— le dijo— y conducidme a todos los sitios donde han estado los otros. Al pie de este castaño entregó la supuesta reina una rosa, ¿verdad? Pues bien, tomad. Y sacó de su vestido una rosa tibia aun del calor de su seno. El aspiró el perfume de la flor y la estrechó contra sí. —¿Fue aquí— continuó María Antonieta— donde la otra dio su mano a besar? —¡Las dos manos!— respondió vacilando Charny, ebrio al sentir su rostro entre las adoradas manos de la reina. —Ya queda purificado este sitio— dijo ella con encantadora sonrisa—. Veamos ahora, ¿no fueron ellos a los baños de Apolo? Charny, como si el cielo se desplomara sobre su cabeza, aturdido, se detuvo estupefacto. —Es un lugar donde no entro nunca si no es de día. Vamos a ver juntos el lugar por donde huía el amante de la reina. Alegre, ligera, prendida del brazo del hombre más feliz que Dios había bendecido hasta entonces, atravesó casi corriendo los espacios cubiertos de césped que separaban los setos de las paredes de la rotonda. Llegaron en esta forma a la puerta tras la cual se divisaban las huellas de las herraduras. —Aquí es— dijo Charny—, mas para cerciorarse habría que abrir. —Tengo todas las llaves— respondió la reina— Abrid, señor de Charny, averigüemos. La alegre pareja traspuso la puertecilla. La luna surgía entre unas nubes como para ayudarles en sus investigaciones. Los blancos rayos iluminaron tenuemente el hermoso rostro de la reina que se apoyaba en el brazo de Charny mirando y escuchando hacia los brezos de los alrededores. Cuando quedó bien convencida, hizo entrar de nuevo al gentilhombre, atrayéndole con una dulce presión. Cerróse la puertecilla del parque tras ellos y ambos entraron en los baños de Apolo. Daban las dos de la mañana cuando la reina, despidiéndose de Charny, le decía: —Adiós. Retiraos. Hasta mañana. Le estrechó la mano y sin decir una palabra, se alejó rápidamente bajo los setos en dirección al castillo. Más allá de la puerta que ambos acababan de cerrar, un hombre surgió detrás de unos zarzales y desapareció entre los bosques que bordeaban el camino. Aquel hombre llevaba consigo el secreto de la reina. CAPITULO LXX LA DESPEDIDA La reina salía a la mañana siguiente, alegre y hermosa, para dirigirse a la misa.
Los guardias habían recibido orden de dejar que se acercase a ella todo el mundo. Era domingo y Su Majestad, al despertarse, había dicho: —Hermoso día. La vida me parece hoy más grata. Parecía respirar con más deleite que ordinariamente, el perfume de sus flores favoritas. Mostróse magnánima al otorgar algún don y se apresuró además a ir a poner su alma bajo la protección de Dios. Oyó la misa sin la menor distracción. Jamás había inclinado tan profundamente su majestuosa cabeza. En tanto que ella rogaba con fervor, la multitud se agolpaba como otros domingos en el pasaje que conduce desde las habitaciones particulares a la capilla, e inclusive los peldaños de las escaleras estaban repletos de damas y gentileshombres. Entre las primeras brillaba, modesta pero elegantemente vestida, la señora de La Motte. En la doble hilera, formada por gentileshombres, se veía a la derecha, al señor de Charny, cumplimentado por numerosos amigos, que se interesaban por su curación, por su regreso y, sobre todo, por su cara radiante. El favor es un perfume sutil; se difunde con tal facilidad en el aire, que mucho antes de abrir la redoma que lo contiene, es adivinado por los peritos. Sólo hacía seis horas que Oliverio era el amigo de la reina, pero ya todo el mundo se llamaba amigo de Oliverio. Mientras él recibía todas las felicitaciones con la buena cara del hombre verdaderamente feliz, y veía que para testimoniarle mayor acatamiento y amistad, toda la hilera de la izquierda había pasado a la derecha, Oliverio, obligado a recorrer con la mirada el grupo que le rodeaba, divisó frente a él una cara cuya sombría palidez e inmovilidad le conmovieron en medio de su dicha. Reconoció a Felipe de Taverney vestido de uniforme y con la mano en la empuñadura de la espada. Desde las visitas de cortesía hechas por este último a la antesala de su adversario después del duelo; desde el secuestro de Charny por el doctor Luis, ninguna relación había existido entre los dos rivales. Charny, al ver a Felipe que le miraba tranquilamente, sin benevolencia ni amenaza, empezó por hacerle un saludo que aquél le devolvió desde lejos. —Perdón, caballeros—se excusó—, he de cumplir un deber de cortesía. Y atravesando el espacio comprendido entre la hilera derecha y la izquierda, se dirigió directamente hasta donde estaba Felipe, que no se movió en lo más mínimo. —Señor de Taverney— dijo saludándole más cortésmente que la primera vez—, os tenía que dar las gracias por el interés que demostrasteis por mi salud, pero he llegado ayer. Felipe se sonrojó y le miró; después bajó los ojos. —Mañana, caballero— prosiguió Charny—, tendré el honor de haceros una visita y espero que no me guardaréis rencor. —No os lo guardo, señor— contestó Felipe. Iba Oliverio a tender a Felipe la mano, cuando el tambor anunció la llegada de la reina. —He aquí la reina que llega, caballero— dijo lentamente Felipe sin corresponder al ademán amistoso de Charny. Y acentuó esta frase con una reverencia más melancólica que fría. Charny, algo sorprendido, se apresuró a reunirse con sus compañeros que se hallaban en la hilera derecha. Felipe permaneció en su sitio como si se hubiera hallado de centinela. Se acercaba la reina, se la vio sonreír a muchos, recoger u ordenar que se recogiesen las súplicas que se le presentaban. Había divisado a Charny y sin dejar de mirarle, con la
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Parecía respirar con más deleite que ordinariamente, el perfume de sus flores favoritas.<br />
Mostróse magnánima al otorgar algún don y se apresuró además a ir a poner su alma<br />
bajo la protección de Dios.<br />
Oyó la misa sin la menor distracción. Jamás había inclinado tan profundamente su<br />
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En tanto que ella rogaba con fervor, la multitud se agolpaba como otros domingos en el<br />
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Entre las primeras brillaba, modesta pero elegantemente vestida, la señora de La Motte.<br />
En la doble hilera, formada por gentileshombres, se veía a la derecha, al señor de<br />
Charny, cumplimentado por numerosos amigos, que se interesaban por su curación, por<br />
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El favor es un perfume sutil; se difunde con tal facilidad en el aire, que mucho antes de<br />
abrir la redoma que lo contiene, es adivinado por los peritos. Sólo hacía seis horas que<br />
Oliverio era el amigo de la reina, pero ya todo el mundo se llamaba amigo de Oliverio.<br />
Mientras él recibía todas las felicitaciones con la buena cara del hombre verdaderamente<br />
feliz, y veía que para testimoniarle mayor acatamiento y amistad, toda la hilera de la<br />
izquierda había pasado a la derecha, Oliverio, obligado a recorrer con la mirada el grupo<br />
que le rodeaba, divisó frente a él una cara cuya sombría palidez e inmovilidad le<br />
conmovieron en medio de su dicha.<br />
Reconoció a Felipe de Taverney vestido de uniforme y con la mano en la empuñadura<br />
de la espada.<br />
Desde las visitas de cortesía hechas por este último a la antesala de su adversario<br />
después del duelo; desde el secuestro de Charny por el doctor Luis, ninguna relación<br />
había existido entre los dos rivales.<br />
Charny, al ver a Felipe que le miraba tranquilamente, sin benevolencia ni amenaza,<br />
empezó por hacerle un saludo que aquél le devolvió desde lejos.<br />
—Perdón, caballeros—se excusó—, he de cumplir un deber de cortesía. Y atravesando<br />
el espacio comprendido entre la hilera derecha y la izquierda, se dirigió directamente<br />
hasta donde estaba Felipe, que no se movió en lo más mínimo.<br />
—Señor de Taverney— dijo saludándole más cortésmente que la primera vez—, os<br />
tenía que dar las gracias por el interés que demostrasteis por mi salud, pero he llegado<br />
ayer.<br />
Felipe se sonrojó y le miró; después bajó los ojos.<br />
—Mañana, caballero— prosiguió Charny—, tendré el honor de haceros una visita y<br />
espero que no me guardaréis rencor.<br />
—No os lo guardo, señor— contestó Felipe.<br />
Iba Oliverio a tender a Felipe la mano, cuando el tambor anunció la llegada de la reina.<br />
—He aquí la reina que llega, caballero— dijo lentamente Felipe sin corresponder al<br />
ademán amistoso de Charny.<br />
Y acentuó esta frase con una reverencia más melancólica que fría.<br />
Charny, algo sorprendido, se apresuró a reunirse con sus compañeros que se hallaban en<br />
la hilera derecha.<br />
Felipe permaneció en su sitio como si se hubiera hallado de centinela.<br />
Se acercaba la reina, se la vio sonreír a muchos, recoger u ordenar que se recogiesen las<br />
súplicas que se le presentaban. Había divisado a Charny y sin dejar de mirarle, con la