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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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pensamiento y lo que ella decida después de haberme oído, lo cumpliré como si fuese<br />

un voto sagrado.<br />

Juana se levantó y dijo:<br />

—Como queráis. Pero iréis solo. Yo he echado la llave del parque al Sena hoy, cuando<br />

volvía, y ahora saldré para Suiza o para Holanda. Cuanto más lejos esté de la bomba,<br />

menos temeré el estallido.<br />

—¡Condesa! ¿Me dejáis? ¡Dios mío! ¿Con quién hablaré de ella, entonces?<br />

Juana recordó las escenas de Moliere; jamás un insensato Valerio había dado a la astuta<br />

Dorina respuestas más cómodas.<br />

—¿No tenéis el parque y sus ecos?— comentó—.Enseñadles el nombre de vuestra<br />

Amarilis.<br />

—Condesa, tened compasión. Estoy desesperado— musitó el prelado con un acento que<br />

le salía del corazón.<br />

—Pues bien— replicó Juana con la energía brutal del cirujano que decide la amputación<br />

de un miembro—, si estáis desesperado, señor de Rohan, no os abandonéis a<br />

chiquilladas más peligrosas que la pólvora, que la peste y que la muerte. Si os sentís tan<br />

inclinado hacia esa mujer, conservadla en lugar de perderla, y si no os falta por<br />

completo corazón y memoria, no arrastréis en vuestra ruina a aquellos que os han<br />

servido por amistad. Yo no juego con fuego. ¿Me juráis no dar un paso en quince días<br />

para ver a la reina? Ni siquiera verla ¿me oís bien? Si lo juráis me quedaré y aun podré<br />

serviros. ¿Estáis decidido por el contrario a afrontarlo todo para quebrantar su<br />

prohibición y la mía? En cuanto lo sepa, partiré a los diez minutos. Y vos saldréis del<br />

apuro como podáis.<br />

—Es espantoso— murmuró el cardenal—; la caída es terrible. Perder la felicidad. ¡Oh!<br />

¡Moriré de dolor!<br />

—¡Vamos!— dijo Juana al oído—. En otro tiempo amabais por amor propio.<br />

—Hoy amo con frenesí— repuso el cardenal.<br />

—Sufrid entonces hoy. Es una consecuencia de la situación. Vamos, monseñor, ¿qué<br />

decidís? ¿Me quedo o me pongo en camino?<br />

—Quedaos, condesa, pero, buscadme un calmante. La herida es demasiado dolorosa.<br />

—¿Juráis obedecerme?<br />

—¡Palabra de Rohan!<br />

—¡Bien! Ya he hallado vuestro calmante. Os he prohibido verla y hablarle, mas no<br />

escribirle.<br />

—¿De veras?— exclamó el insensato, reanimado por esa esperanza—. ¿Podré<br />

escribirle?<br />

—Probadlo.<br />

—Y... ¿me responderá ella?<br />

—Lo probaré.<br />

El cardenal besó entusiasmado la mano de Juana llamándola su ángel tutelar.<br />

Mucho debió reírse el demonio que tenía su residencia en el corazón de la condesa...<br />

CAPITULO LXIX<br />

<strong>LA</strong> NOCHE<br />

A las cuatro de la tarde de aquel mismo día, un hombre a caballo se detuvo en el lindero<br />

del parque, detrás de los baños de Apolo.<br />

El caballero daba un paseo; llevaba su cabalgadura al paso, y pensativo como Hipólito,<br />

y como él apuesto, dejaba libres las riendas sobre las crines de su corcel.

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