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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Pero la reina, desde poco tiempo atrás se había acostumbrado a desconfiar de todo el<br />

mundo. No dejó traslucir nada, y la señora de La Motte quedó reducida al terreno de las<br />

conjeturas.<br />

Había ordenado ya a uno de sus lacayos que siguiese al señor de Charny. El criado<br />

volvió para anunciarle que el señor conde acababa de entrar en una casa que estaba al<br />

final del parque, cerca de los setos.<br />

"No hay duda— pensó Juana—, este hombre es un enamorado que lo ha visto todo".<br />

Oyó que la reina decía a la señora de Misery:<br />

—Me siento muy débil, querida Misery y esta noche me acostaré a las ocho.<br />

Como la dama de honor insistía, añadió la reina:<br />

—No recibiré a nadie. "Está bastante claro— siguió meditando Juana—; sería una loca<br />

si no lo comprendiese".<br />

La reina emocionada aún por la entrevista que había tenido con Charny, no tardó en<br />

despedir a todo el séquito. Juana lo celebró por primera vez desde su entrada en la corte.<br />

"El juego está enredado— pensó—. ¡A París! Llegó la hora de deshacer lo hecho".<br />

Y partió en seguida de Versalles. Conducida a su casa, en la calle de Saint-Claude,<br />

encontró una soberbia vajilla de plata que el cardenal había mandado aquella misma<br />

mañana.<br />

Luego de dirigir a este regalo una mirada indiferente, aunque era de precio, miró tras las<br />

cortinas a la casa de Olive, cuyas ventanas no estaban abiertas aún. Olive dormía,<br />

fatigada sin duda; hacía mucho calor.<br />

Juana se hizo llevar a casa del cardenal, al que halló radiante, henchido, insolente de<br />

alegría, y de orgullo. Sentado ante su rica mesa de escribir, obra maestra de Boule, el<br />

príncipe rompía y volvía a escribir una carta que empezaba siempre del mismo modo y<br />

no acababa nunca.<br />

Al anunciar el criado a Juana, el cardenal exclamó:<br />

—¡Querida condesa!<br />

Y corrió a su encuentro.<br />

Juana recibió los besos que el cardenal le daba en las manos y en los brazos. Sentóse<br />

cómodamente para sostener mejor la conversación.<br />

Monseñor empezó renovando sus protestas de agradecimiento, a las que no faltaba una<br />

sincera elocuencia.<br />

Juana le interrumpió.<br />

—¿Sabéis que sois un amante muy fino, monseñor, y os lo agradezco mucho?<br />

—¿Por qué?<br />

—No es por el encantador regalo que me enviasteis esta mañana, sino por la atención<br />

tenida al no enviarlo a la casita de descanso. Verdaderamente es una delicadeza.<br />

Vuestro corazón no se prostituye, se entrega.<br />

—¿Quién osaría hablar de delicadeza ante vos, condesa?<br />

—No sois un hombre feliz, sino un dios triunfante— dijo Juana.<br />

—Lo confieso, y la felicidad me asusta y me entorpece; me hace imposible la vista de<br />

otros hombres. Me estoy acordando de aquella fábula pagana de Júpiter fatigado de sus<br />

propios rayos.<br />

Juana sonrió.<br />

—¿Venís de Versalles?— preguntó él ávidamente.<br />

—Sí.<br />

—¿La... habéis visto?<br />

—Acabo de dejarla.<br />

—¿No... ha dicho nada?<br />

—¿Qué queríais que dijese?

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