EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¡Insensato!— gritó la reina sacudiéndole la mano con energía y le arrastró desde la terraza a la habitación—. ¿Es, pues, rara voluptuosidad acusar a una mujer inocente, irreprochable? ¿Es un gran honor deshonrar a una reina?... ¿Me creerás si te digo que no era yo la que has visto? ¿Me creerás si te juro por Cristo que, desde hace tres días, no he salido después de las cuatro de la tarde? ¿Quieres que te demuestre por mis damas, por el propio rey, que me ha visto aquí, que no podía estar en otra parte? ¡No... no... no me cree, no me cree! —¡Os he visto!— replicó fríamente Charny. —¡Ah! ¡Ya sé!—exclamó de pronto la reina—. ¿Acaso no se me calumnió ya en modo semejante? ¿No me vieron quizás en la Ópera escandalizando a la corte y en casa de Mesmer en actitud de éxtasis, escandalizando a los curiosos y alegrando a las jóvenes? ¡Vos lo sabéis bien, puesto que os batisteis por mí! —Señora, en aquel tiempo me batí porque no lo creía. Hoy me batiría porque lo creo. La reina levantó al cielo sus brazos rígidos por la desesperación; dos lágrimas ardientes rodaron por sus mejillas hasta su pecho. —¡Dios mío!— exclamó— enviadme una idea que me salve. Yo no quiero que él me desprecie. ¡Oh Dios mío! Charny sintió conmoverse hasta el fondo de su corazón por esta sencilla y suprema súplica y ocultó el rostro entre sus manos. La reina guardó silencio un instante y después de haber reflexionado, dijo: —Caballero, me debéis una reparación y vais a saber lo que exijo de vos. Decís que durante tres noches seguidas me visteis en el parque con un hombre. Sin embargo ya sabíais que alguien abusaba de su semejanza conmigo; una mujer a quien no conozco. Puesto que preferís creer que era yo quien trasnochaba fuera de palacio, puesto que sostendríais en todo momento que era yo, volved al parque a la misma hora, volved conmigo. Si he sido yo a quien visteis ayer, forzosamente no me veréis hoy, puesto que estaré al lado vuestro. Y si es otra, ¿por qué no la hemos de ver? Y si la vemos..., ¡ah! caballero, ¿no sentiréis todo lo que me hicisteis sufrir? Charny, llevando ambas manos al corazón, murmuró: —Hacéis demasiado en mi favor, señora; yo merezco la muerte; no me aniquiléis con vuestra bondad. —Os aniquilaré con pruebas— dijo la reina—. No digáis una palabra a nadie. Esta noche a las diez esperad en la puerta de la casa del montero y sabréis qué he dispuesto para convenceros. Charny se arrodilló sin decir una palabra y salió. Al final del segundo salón, paso involuntariamente rozando el vestido de Juana, que le seguía con los ojos y que, a la primera llamada de la reina estaba dispuesta a entrar en sus habitaciones con todos los demás. CAPÍTULO LXVIII MUJER Y DEMONIO La condesa había notado la turbación de Charny, la solicitud de la reina y el apresuramiento de ambos para entablar conversación. Era más de lo que necesitaba una mujer de su temperamento para adivinar muchas cosas, y consideramos inútil añadir lo que todos habrán comprendido ya. Tras el encuentro preparado por Cagliostro entre la señora de La Motte y Olive, la comedia de las tres últimas noches puede pasar sin comentarios. Juana, que había entrado donde estaba la reina, escuchaba, observaba; quería adivinar en el semblante de María Antonieta las pruebas de lo que ella sospechaba.

Pero la reina, desde poco tiempo atrás se había acostumbrado a desconfiar de todo el mundo. No dejó traslucir nada, y la señora de La Motte quedó reducida al terreno de las conjeturas. Había ordenado ya a uno de sus lacayos que siguiese al señor de Charny. El criado volvió para anunciarle que el señor conde acababa de entrar en una casa que estaba al final del parque, cerca de los setos. "No hay duda— pensó Juana—, este hombre es un enamorado que lo ha visto todo". Oyó que la reina decía a la señora de Misery: —Me siento muy débil, querida Misery y esta noche me acostaré a las ocho. Como la dama de honor insistía, añadió la reina: —No recibiré a nadie. "Está bastante claro— siguió meditando Juana—; sería una loca si no lo comprendiese". La reina emocionada aún por la entrevista que había tenido con Charny, no tardó en despedir a todo el séquito. Juana lo celebró por primera vez desde su entrada en la corte. "El juego está enredado— pensó—. ¡A París! Llegó la hora de deshacer lo hecho". Y partió en seguida de Versalles. Conducida a su casa, en la calle de Saint-Claude, encontró una soberbia vajilla de plata que el cardenal había mandado aquella misma mañana. Luego de dirigir a este regalo una mirada indiferente, aunque era de precio, miró tras las cortinas a la casa de Olive, cuyas ventanas no estaban abiertas aún. Olive dormía, fatigada sin duda; hacía mucho calor. Juana se hizo llevar a casa del cardenal, al que halló radiante, henchido, insolente de alegría, y de orgullo. Sentado ante su rica mesa de escribir, obra maestra de Boule, el príncipe rompía y volvía a escribir una carta que empezaba siempre del mismo modo y no acababa nunca. Al anunciar el criado a Juana, el cardenal exclamó: —¡Querida condesa! Y corrió a su encuentro. Juana recibió los besos que el cardenal le daba en las manos y en los brazos. Sentóse cómodamente para sostener mejor la conversación. Monseñor empezó renovando sus protestas de agradecimiento, a las que no faltaba una sincera elocuencia. Juana le interrumpió. —¿Sabéis que sois un amante muy fino, monseñor, y os lo agradezco mucho? —¿Por qué? —No es por el encantador regalo que me enviasteis esta mañana, sino por la atención tenida al no enviarlo a la casita de descanso. Verdaderamente es una delicadeza. Vuestro corazón no se prostituye, se entrega. —¿Quién osaría hablar de delicadeza ante vos, condesa? —No sois un hombre feliz, sino un dios triunfante— dijo Juana. —Lo confieso, y la felicidad me asusta y me entorpece; me hace imposible la vista de otros hombres. Me estoy acordando de aquella fábula pagana de Júpiter fatigado de sus propios rayos. Juana sonrió. —¿Venís de Versalles?— preguntó él ávidamente. —Sí. —¿La... habéis visto? —Acabo de dejarla. —¿No... ha dicho nada? —¿Qué queríais que dijese?

—¡Insensato!— gritó la reina sacudiéndole la mano con energía y le arrastró desde la<br />

terraza a la habitación—. ¿Es, pues, rara voluptuosidad acusar a una mujer inocente,<br />

irreprochable? ¿Es un gran honor deshonrar a una reina?... ¿Me creerás si te digo que no<br />

era yo la que has visto? ¿Me creerás si te juro por Cristo que, desde hace tres días, no he<br />

salido después de las cuatro de la tarde? ¿Quieres que te demuestre por mis damas, por<br />

el propio rey, que me ha visto aquí, que no podía estar en otra parte? ¡No... no... no me<br />

cree, no me cree!<br />

—¡Os he visto!— replicó fríamente Charny.<br />

—¡Ah! ¡Ya sé!—exclamó de pronto la reina—. ¿Acaso no se me calumnió ya en modo<br />

semejante? ¿No me vieron quizás en la Ópera escandalizando a la corte y en casa de<br />

Mesmer en actitud de éxtasis, escandalizando a los curiosos y alegrando a las jóvenes?<br />

¡Vos lo sabéis bien, puesto que os batisteis por mí!<br />

—Señora, en aquel tiempo me batí porque no lo creía. Hoy me batiría porque lo creo.<br />

La reina levantó al cielo sus brazos rígidos por la desesperación; dos lágrimas ardientes<br />

rodaron por sus mejillas hasta su pecho.<br />

—¡Dios mío!— exclamó— enviadme una idea que me salve. Yo no quiero que él me<br />

desprecie. ¡Oh Dios mío!<br />

Charny sintió conmoverse hasta el fondo de su corazón por esta sencilla y suprema<br />

súplica y ocultó el rostro entre sus manos.<br />

La reina guardó silencio un instante y después de haber reflexionado, dijo:<br />

—Caballero, me debéis una reparación y vais a saber lo que exijo de vos. Decís que<br />

durante tres noches seguidas me visteis en el parque con un hombre. Sin embargo ya<br />

sabíais que alguien abusaba de su semejanza conmigo; una mujer a quien no conozco.<br />

Puesto que preferís creer que era yo quien trasnochaba fuera de palacio, puesto que<br />

sostendríais en todo momento que era yo, volved al parque a la misma hora, volved<br />

conmigo. Si he sido yo a quien visteis ayer, forzosamente no me veréis hoy, puesto que<br />

estaré al lado vuestro. Y si es otra, ¿por qué no la hemos de ver? Y si la vemos..., ¡ah!<br />

caballero, ¿no sentiréis todo lo que me hicisteis sufrir?<br />

Charny, llevando ambas manos al corazón, murmuró:<br />

—Hacéis demasiado en mi favor, señora; yo merezco la muerte; no me aniquiléis con<br />

vuestra bondad.<br />

—Os aniquilaré con pruebas— dijo la reina—. No digáis una palabra a nadie. Esta<br />

noche a las diez esperad en la puerta de la casa del montero y sabréis qué he dispuesto<br />

para convenceros.<br />

Charny se arrodilló sin decir una palabra y salió.<br />

Al final del segundo salón, paso involuntariamente rozando el vestido de Juana, que le<br />

seguía con los ojos y que, a la primera llamada de la reina estaba dispuesta a entrar en<br />

sus habitaciones con todos los demás.<br />

CAPÍTULO LXVIII<br />

MUJER Y <strong>DE</strong>MONIO<br />

La condesa había notado la turbación de Charny, la solicitud de la reina y el<br />

apresuramiento de ambos para entablar conversación.<br />

Era más de lo que necesitaba una mujer de su temperamento para adivinar muchas<br />

cosas, y consideramos inútil añadir lo que todos habrán comprendido ya.<br />

Tras el encuentro preparado por Cagliostro entre la señora de La Motte y Olive, la<br />

comedia de las tres últimas noches puede pasar sin comentarios.<br />

Juana, que había entrado donde estaba la reina, escuchaba, observaba; quería adivinar<br />

en el semblante de María Antonieta las pruebas de lo que ella sospechaba.

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