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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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"Vamos, vamos—dijo golpeando suavemente su corazón, de la misma manera que el<br />

caballero palmea el cuello del corcel que le lleva—, calma, serenidad, puesto que la<br />

prueba no ha terminado todavía".<br />

Dicho esto, dirigió una última mirada a su alrededor, apartó los ojos del palacio, en el<br />

que temía ver iluminada la ventana de la reina, de la pérfida reina, porque esta luz<br />

hubiera sido una última mentira, una mancha más.<br />

En efecto, la ventana iluminada, ¿no significa acaso que está ocupada la habitación?<br />

¿Por qué mentir así cuando se tiene el derecho del impudor y del deshonor y cuando es<br />

tan poca la distancia a salvar entre la vergüenza oculta y el escándalo público?<br />

La ventana de la reina estaba iluminada.<br />

—¡Hacer creer que se encuentra en sus habitaciones cuando corre por el parque con un<br />

amante...! Verdaderamente es el disimulo de la castidad —lamentó Charny escupiendo<br />

las palabras con amarga ironía—. Es demasiado buena la reina para disimular así con<br />

nosotros. Quizá tema contrariar a su marido.<br />

Y clavándose las uñas en la carne, el joven emprendió el regreso, con mesurado paso,<br />

hasta la casa.<br />

—Han dicho ellos: "Hasta mañana"— añadió después de haber saltado por el balcón—.<br />

¡Sí, hasta mañana..., para todos, porque mañana seremos cuatro en la cita, señora!<br />

CAPITULO LXVII<br />

MUJER Y <strong>REINA</strong><br />

Reprodujéronse al día siguiente las mismas peripecias. La puerta se abrió a las doce de<br />

la noche en punto. Aparecieron las dos mujeres.<br />

Era, como en el cuento árabe, la asiduidad de los genios obedientes a los talismanes, a<br />

horas fijas. Charny había adoptado todas las resoluciones; quería conocer aquella noche<br />

al feliz personaje a quien favorecía la reina.<br />

Fiel a sus costumbres, aunque no fuesen inveteradas, caminó escondiéndose en los<br />

setos; pero cuando llegó al sitio donde dos días antes había tenido lugar el encuentro<br />

entré los dos amantes, no encontró a nadie.<br />

La compañera de la reina arrastraba a Su Majestad hacia los baños de Apolo.<br />

Una horrible ansiedad, un nuevo sufrimiento abrumó a Charny. En su inocente<br />

probidad, no se había imaginado que el crimen pudiera llegar hasta allí.<br />

La reina, sonriente y cuchicheando, se dirigía hacia el sombrío asilo en el umbral del<br />

cual esperaba con los brazos abiertos el gentilhombre desconocido.<br />

Ella entró, tendiendo también sus brazos, y la reja de hierro cerróse tras ambos.<br />

La cómplice se quedó fuera, apoyada en un ciprés tronchado, rodeado de follaje.<br />

Charny no había calculado sus fuerzas, que no podían resistir un choque parecido. En el<br />

momento en que la rabia iba a hacer que se precipitase sobre la confidente de la reina<br />

para desenmascararla, para reconocerla, injuriarla, ahogarla tal vez, la sangre se agolpó<br />

como un torrente atropellado en las sienes y le abatió.<br />

Cayó sobre el musgo dejando escapar un débil suspiro, que turbó un segundo la<br />

tranquilidad de la centinela colocada en las puertas de los baños de Apolo.<br />

Una hemorragia interna, causada por su herida que se había vuelto a abrir, le ahogaba.<br />

Recobró el conocimiento por el frío del rocío, por la humedad de la tierra, por la viva<br />

impresión de su propio dolor.<br />

Se levantó dando traspiés, reconoció el lugar, recordó y buscó.<br />

La centinela había desaparecido y no se oía el menor ruido. Un reloj que daba las dos en<br />

Versalles le demostró que su desmayo había sido muy largo.

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