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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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El corazón del joven estaba a punto de saltar del pecho. Apoyó el cuerpo en la<br />

balaustrada de la ventana para ahogar los latidos que se hacían más ruidosos y fuertes.<br />

"Pronto, se decía, la puerta se abrirá y rechinarán las cerraduras".<br />

Nada turbaba la paz del bosque.<br />

De pronto admiróse Oliverio de no haber pensado hasta entonces que nunca ocurre lo<br />

mismo dos días seguidos. Que nada obligaba tanto en aquel amor, como el amor mismo,<br />

y que ellos no debían ser imprudentes hasta el punto de no poder pasar dos días sin<br />

verse.<br />

Sí, era una verdad incontestable; la reina no repetiría la imprudencia de la víspera.<br />

De pronto se oyó el rechinar de los cerrojos y la puerta pequeña se abrió.<br />

Una palidez mortal invadió las mejillas de Oliverio cuando divisó a las dos mujeres con<br />

los vestidos de la noche anterior.<br />

—Para esto es necesario que esté apasionadamente enamorada— murmuró.<br />

Las dos damas hicieron la misma maniobra que la víspera y pasaron bajo la ventana de<br />

Charny apresurando el paso.<br />

El, también como en la víspera, saltó por la ventana en cuanto estuvieron lo<br />

suficientemente lejos para que no le pudieran oír, y siempre oculto tras los árboles más<br />

gruesos, se juró ser fuerte, prudente, impasible, no olvidar que él era el súbdito y ella la<br />

reina; recordar que él era un hombre, es decir, que estaba obligado a ser respetuoso y<br />

que ella era una mujer, o sea alguien con derecho a ser respetada.<br />

Y como desconfiaba de su temperamento fogoso, explosivo, tiró su espada tras un<br />

macizo de malvas que rodeaban a un castaño.<br />

Entre tanto las dos damas habían llegado al mismo lugar que la noche anterior. Charny<br />

reconoció a la reina, que se envolvió la cabeza con una cofia en tanto que la oficiosa<br />

amiga iba a buscar en su escondite al desconocido al que llamaba monseñor.<br />

¿Cuál era este escondrijo? Esto era lo que se preguntaba el joven. En la dirección en que<br />

se dirigía la complaciente amiga, estaba la sala de baños llamada de Apolo, protegida<br />

por altos sotos y por la sombra de las columnas de mármol, pero ¿en qué forma podía<br />

esconderse allí aquel extraño? ¿Por dónde entraba?<br />

Charny recordó que en aquella parte del parque había una pequeña puerta parecida a la<br />

que las damas abrían para acudir a la cita. El desconocido tenía sin duda una llave de<br />

esta puerta. Se deslizaba por allí hasta el techo de los baños de Apolo y esperaba que le<br />

vinieran a buscar.<br />

Todo estaba convenido de esta manera y era por allí por donde desaparecía monseñor<br />

después de su coloquio con la reina.<br />

Oliverio, al cabo de algunos minutos, divisó la capa y el sombrero que había visto la<br />

noche antes.<br />

En esta ocasión el desconocido no se dirigía hacia la reina con la misma reserva<br />

respetuosa; sin atreverse a correr, llegaba a grandes pasos; si hubiera ido más ligero,<br />

hubiese corrido. La reina, apoyada en el gran árbol, se sentó en la capa que el nuevo<br />

Raleigh extendió para ella y mientras la amiga vigilaba, como en la noche anterior, el<br />

enamorado señor, arrodillándose sobre el musgo, empezó a hablar con una rapidez<br />

apasionada.<br />

La reina bajó la cabeza, poseída de una melancolía amorosa. Charny no entendía las<br />

palabras del caballero, pero el aire de estas palabras estaba impregnado de poesía y de<br />

amor. Cada una de sus entonaciones podía traducirse por una promesa ardiente.<br />

La reina no respondía nada. Sin embargo, el desconocido acentuaba su acariciante<br />

discurso; algunas veces parecía a Charny, al miserable Charny, que la palabra, envuelta<br />

en un estremecimiento armonioso, iba a hacerse comprensible y que entonces moriría de<br />

rabia y de celos. Pero nada de esto ocurrió. En el momento en que la voz se aclaraba, un

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