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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Esta idea, parecida a la venda helada que el médico aplica sobre una frente ardorosa de<br />

fiebre, refrescó algo al pobre Oliverio, devolviéndole la inteligencia, y calmó el delirio<br />

de su primera cólera. La reina, por otra parte, guardaba una actitud llena de reserva e<br />

inclusive de dignidad.<br />

La compañera, colocada a tres pasos, inquieta, atenta como las amigas o las dueñas de<br />

las cuadrillas de Watteau, trastornaba con su ansiedad complaciente las castas miradas<br />

del señor de Charny. Pero es tan peligroso ser sorprendido en una cita política como<br />

vergonzoso en una de amor. Y nada se parece tanto a un hombre enamorado como un<br />

conspirador. Los dos utilizan capa, ambos tienen el mismo oído susceptible y la misma<br />

incertidumbre en el caminar.<br />

Charny no dispuso de mucho tiempo para profundizar estas reflexiones. La<br />

acompañante quebró la entrevista. El caballero hizo un gesto como para prosternarse;<br />

recibía sin duda la despedida después de la audiencia.<br />

Charny se ocultó tras de un grueso árbol. Seguramente el grupo, al separarse, iba a pasar<br />

por delante suyo. Sólo quedaba retener el aliento y rogar a los gnomos y a los silfos, ya<br />

fuesen del cielo o de la tierra, que apagasen todos los ecos.<br />

En aquel momento creyó ver un objeto de un matiz claro deslizarse a lo largo de la capa<br />

real; el gentilhombre se inclinó vivamente hasta la hierba y tras esto se levantó con un<br />

gesto respetuoso y huyó, porque sería difícil calificar de otra manera la rapidez de su<br />

marcha.<br />

Pero fue detenido en su carrera por la compañera de la reina, que le llamó con un<br />

pequeño grito y que le dijo a media voz cuando se hubo detenido:<br />

—Esperad.<br />

Era un caballero muy obediente, porque sin titubeos, esperó.<br />

Charny vio entonces pasar a las dos damas, cogidas del brazo, a dos metros de su<br />

escondite. El aire desplazado por el vestido de la reina hizo ondular los tallos del césped<br />

casi bajo las manos de Charny.<br />

Aspiró los perfumes qué se había acostumbrado a adorar en las habitaciones de la reina,<br />

aquella verbena mezclada con reseda: doble embriaguez para sus sentidos y para su<br />

recuerdo.<br />

Las mujeres pasaron y desaparecieron.<br />

Unos minutos después, llegó el desconocido, del que el joven no se había ocupado<br />

durante el trayecto que recorrió la reina hasta llegar a la puerta. Besaba con pasión, con<br />

locura, una fresca rosa, perfumada, que ciertamente era aquella tan hermosa que Charny<br />

había visto cuando la reina entró en el parque y que hacía poco acababa de caer de sus<br />

manos.<br />

¡Una rosa y un beso en ella! ¿Se trataba de asuntos diplomáticos y de secretos de<br />

Estado?<br />

Charny estaba a punto de perder la razón. Iba a lanzarse sobre este hombre para<br />

arrancarle la flor, cuando la compañera de la reina apareció de nuevo y le gritó:<br />

—¡Venid, monseñor!<br />

Creyó Oliverio hallarse ante la presencia de algún príncipe de sangre y se apoyó contra<br />

un árbol para no dejarse caer medio muerto sobre el césped.<br />

El desconocido se dirigió hacia el lado de donde llegaba la voz y desapareció con la<br />

dama.<br />

CAPÍTULO LXVI<br />

<strong>LA</strong> MANO <strong>DE</strong> <strong>LA</strong> <strong>REINA</strong>

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