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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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En menos de quince días conoció todas las costumbres del castillo, las de los guardias,<br />

las horas en que el pájaro viene a beber a la balsa y en las que el gamo pasa alargando la<br />

cabeza asustado. Conoció los momentos del silencio, los de los paseos de la reina y sus<br />

damas, las horas en que se efectuaban las rondas; vivió, en una palabra, con aquellos<br />

que vivían en este Trianón, templo de sus insensatas adoraciones.<br />

Como la estación se presentaba magnífica, como las noches dulces y perfumadas<br />

permitían más libertad a sus ojos y sueños más alados a su alma, pasaba parte de ellas<br />

sobre los jazmines de sus ventanas, tratando de recoger los rumores lejanos que llegaban<br />

del palacio, de seguir a través de los huecos del follaje el juego de luces, puesto en<br />

movimiento hasta la hora de acostarse.<br />

Muy pronto no le bastó la ventana. Se hallaba demasiado alejado de estos rumores y de<br />

estas luces. Saltó desde la casa sobre el césped, cierto como estaba de no hallar, a<br />

aquella hora, ni perros, ni guardias, y buscó la deliciosa, la peligrosa voluptuosidad de<br />

llegar hasta el lindero del seto, el límite que separaba la sombra espesa del espléndido<br />

claro de luna, para tratar de ver desde allí las siluetas negras y pálidas que pasaban tras<br />

los cortinajes blancos de la habitación de la reina.<br />

De esta manera la veía todos los días, sin que ella lo supiese.<br />

Reconocíala desde un cuarto de legua, cuando caminando con sus damas o con algún<br />

gentilhombre amigo, jugaba con la sombrilla china que tapaba su ancho sombrero<br />

adornado de flores.<br />

Ningún paso ni actitud podía inducirle a engaño. Sabía por instinto cuáles eran los<br />

vestidos de la reina y adivinaba, a través de las hojas, el abrigo verde con listas de<br />

muaré dorado, que el airoso cuerpo de María Antonieta hacía ondular con donaire<br />

castamente seductor.<br />

Y cuando la visión había desaparecido, cuando la noche, al alejar a los paseantes, le<br />

permitía llegar hasta las estatuas del peristilo y desde allí, acechar los últimos<br />

movimientos de esta sombra amada, Charny volvía a su ventana, miraba de lejos, por un<br />

hueco que había sabido hacer en el oquedal, la brillante luz en los cristales de la reina y<br />

vivía entonces del recuerdo y de la esperanza, de la misma manera que había vivido<br />

hasta aquel momento con la vigilancia y la admiración.<br />

Una noche, dos horas después de haber dado su último adiós a la sombra ausente,<br />

mientras el rocío que caía de las estrellas empezaba a deslizar sus perlas blancas sobre<br />

las hojas de la hiedra, Charny iba a dejar su ventana y a meterse en el lecho, cuando el<br />

ruido de una cerradura hirió levemente su oído. Volvió a su observatorio y escuchó.<br />

Era una hora avanzada, la medianoche se oía dar en las parroquias alejadas de Versalles.<br />

Charny se asombró al oír aquel crujir de cerrojos al que no estaba acostumbrado.<br />

La cerradura correspondía a una pequeña puerta del parque, situado a unos veinticinco<br />

pasos de las cercanías de la casa de Oliverio y no se abría nunca sino en los días de gran<br />

caza, para dar paso a los canastos en que se transportaban las piezas.<br />

Charny notó que los que abrían la puerta no hablaban; echaron los cerrojos y penetraron<br />

en la alameda que pasaba por debajo de su casa.<br />

Los setos, los pámpanos colgantes, disimulaban bastante los postigos y las paredes para<br />

que un paseante las viese.<br />

Por otra parte, los que caminaban por allí, bajaban la cabeza y apresuraban el paso.<br />

Charny les distinguía confusamente en la sombra. Sólo en el ruido de las faldas<br />

ondulantes reconoció que eran dos mujeres cuyas capitas de seda rozaban el ramaje.<br />

Al dar vuelta por la gran avenida situada frente a la ventana de Charny, quedaron de<br />

pronto envueltas por los rayos de la luna y Oliverio estuvo a punto de lanzar un grito de<br />

alegre sorpresa al reconocer el contorno y el peinado de María Antonieta, así como la

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