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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Recuerdo exactamente el número, monseñor. Nueve cubiertos, ¿no es eso?<br />

—Hay cubiertos y cubiertos...<br />

—Sí, monseñor, pero...<br />

El mariscal interrumpió al maestresala con un breve movimiento de impaciencia, no<br />

exento, sin embargo, de majestad.<br />

—«Pero...» no es una respuesta, monsieur. Y cada vez que oigo la palabra «pero», y<br />

estoy oyéndola muchas veces desde hace ochenta y ocho años..., cada vez que he oído<br />

esa palabra, ya estoy harto de decíroslo, precedía a una tontería.<br />

—Monseñor...<br />

—A ver: ¿para qué hora habéis dispuesto la comida?<br />

—Monseñor, los burgueses comen a las dos, los letrados a las tres y la nobleza a las<br />

cuatro.<br />

—¿Y yo, monsieur?<br />

—Monseñor comerá a las cinco.<br />

—¡Oh, a las cinco!<br />

—Sí, monseñor; como el rey.<br />

—Y ¿por qué como el rey?<br />

—Porque en la lista que monseñor me ha remitido está el nombre de un rey.<br />

—Nada de eso. Os equivocáis. Entre mis invitados de hoy sólo hay simples caballeros.<br />

—Monseñor quiere divertirse con su humilde servidor, y le agradezco el honor que me<br />

hace. Pero como el señor conde de Haga, que es uno de los invitados de monseñor...<br />

—¿Y qué?<br />

—Pues que el conde de Haga es un rey.<br />

—No conozco a ningún rey que se llame así.<br />

—Que monseñor me perdone —dijo el maestresala, inclinándose—, pero había creído,<br />

había supuesto...<br />

—Vuestra obligación no consiste en creer. Vuestro deber no es suponer. Lo que tenéis<br />

que hacer es leer las órdenes que os doy, sin añadir comentarios. Cuando quiero que se<br />

sepa una cosa, la digo, y cuando no la digo, es que deseo que se ignore.<br />

El maestresala se inclinó por segunda vez, y ahora mucho más respetuosamente que si<br />

estuviese hablando con un rey.<br />

—Por lo tanto, monsieur —continuó el viejo mariscal—, quisiera, puesto que sólo<br />

vienen caballeros a comer, que me sirvieseis la comida a la hora de costumbre, a las<br />

cuatro.<br />

Al oír esta orden, la expresión del maestresala se nubló como si acabase de escuchar su<br />

sentencia de muerte. Palideció, encogiéndose bajo el golpe. Después se irguió con el<br />

valor de la desesperación.<br />

—Que sea lo que Dios quiera —dijo—, pero monseñor comerá a las cinco.<br />

—¿Por qué a las cinco? —exclamó el mariscal.<br />

—Porque es materialmente imposible que monseñor coma antes.<br />

—Monsieur —dijo el viejo mariscal, moviendo con altivez su cabeza todavía joven—,<br />

hace ya veinte años que estáis a mi servicio, ¿no es así?<br />

—Veintiún años, monseñor, un mes y dos semanas.<br />

—Pues a esos veintiún años, un mes y dos semanas no añadiréis ni un día más, ni<br />

siquiera una hora. ¿Comprendido? —replicó el anciano, pellizcándose sus finos labios y<br />

frunciendo las cejas pintadas—. Desde esta tarde os buscaréis un nuevo amo. No admito<br />

que la palabra «imposible» se pronuncie en mi casa. Y a mi edad ya no deseo<br />

aprenderla. No puedo perder el tiempo.<br />

El maestresala se inclinó por tercera vez.

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