EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
A las siete de la mañana, la señora de La Motte hizo llegar a la reina una carta, que contenía el recibo de los joyeros. Este importante documento estaba concebido en los siguientes términos: "Los suscritos, reconocemos habernos hecho cargo nuevamente del collar de diamantes vendido al principio a la reina, en la suma de un millón seiscientas mil libras. No habiendo agradado los diamantes a Su Majestad, nos ha indemnizado, por la renuncia, con la cantidad de doscientas cincuenta mil libras que nos había entregado. Firmado: Boehmer y Bossange”. La reina, tranquila ya sobre el asunto que la había atormentado durante tanto tiempo, guardó el recibo en su velador y no pensó más en ello. Pero en abierta oposición con este documento, los joyeros Boehmer y Bossange recibieron dos días después la visita del cardenal de Rohan, que conservaba algunas inquietudes acerca del pago del primer plazo convenido entre los vendedores y la reina. El señor de Rohan halló a Boehmer en su casa del muelle de la Ecole. Esa mañana, vencimiento del primer plazo, si había retraso o negativa, debía haberse producido la alarma en el campo de los joyeros. Pero, por el contrario, en la casa de Boehmer se respiraba calma y el señor de Rohan tuvo la dicha de notar una cara agradable en los criados y el lomo robusto y la cola agitada en el perro del alojamiento. Boehmer recibió a su ilustre cliente con actitud satisfecha. —Hoy vencía el primer plazo del pago— dijo—. ¿Ha pagado la reina? —No, monseñor— respondió Boehmer—. Su Majestad no ha podido entregar ningún dinero. Ya sabéis que el rey negó el crédito al señor de Calonne. Todo el mundo habla de esto. —Sí, todos hablan, Boehmer, y precisamente esta negativa es lo que me trae aquí. —Pero Su Majestad es una persona excelente y demuestra muy buena voluntad. No habiendo podido pagar ha garantizado la deuda, y nosotros no pedimos más. —¡Ah! Tanto mejor— exclamó el cardenal—. ¿Ha garantizado la deuda, decís? Está muy bien. Pero, ¿en qué forma? —En la más sencilla y delicada— contestó el joyero—, en una forma principesca. —¿Por intervención de esa espiritual condesa, tal vez? —No, monseñor, no. La condesa de La Motte no ha venido siquiera y esto nos halaga mucho, tanto a Bossange como a mí. —¡No ha venido! ¿No ha venido la condesa?... Tened la seguridad, sin embargo, de que ella interviene en esto, Boehmer. Toda inspiración buena debe emanar de la condesa. Esto sin quitar nada a Su Majestad, como comprenderéis. —Monseñor va a juzgar si Su Majestad se ha portado con nosotros de una manera delicada. Se había difundido el rumor de que el rey había negado su conformidad para el crédito de quinientas mil libras; y nosotros escribimos a la señora de La Motte. —¿Cuándo? —Ayer, monseñor. —¿Que os respondió? —¿No sabe nada Vuestra Eminencia?— preguntó Boehmer con un imperceptible matiz de respetuosa familiaridad. —No; hace ya tres días que no tengo el honor de ver a la señora condesa— repuso el príncipe, con acento en el que se traslucía su condición de tal. —Pues bien, monseñor, la señora de La Motte nos contestó una sola palabra: Esperad. —¿Por escrito? —No, monseñor, de viva voz. En nuestra carta rogábamos a la señora de La Motte que nos pidiese una audiencia para avisar a la reina que el pago se acercaba.
—La palabra esperad era muy natural— comentó el cardenal. —Esperamos, monseñor, y ayer recibimos de la reina una carta por medio de un correo misterioso. —¿Una carta? ¿Para vos, Boehmer? —O mejor dicho, un reconocimiento de deuda en debida forma, monseñor. —¡Veamos!— dijo el cardenal. —¡Oh! Os la enseñaría si mi asociado y yo no hubiésemos jurado no enseñársela a nadie. —¿Y por qué? —Porque esta reserva nos ha sido impuesta por la propia reina, monseñor. Juzgad vos mismo; Su Majestad nos recomienda el secreto... —¡Ah! Eso es distinto; vosotros los joyeros tenéis la felicidad de poseer cartas de una reina. —Por un millón trescientas cincuenta mil libras— dijo el joyero bromeando— se pueden poseer... —Ni diez ni cien millones pagan determinadas cosas, caballero—, respondió severamente el prelado—. En fin, ¿tenéis una garantía completa? —Ciertamente, monseñor. —¿La reina reconoce la deuda? —Bien y debidamente. —¿Y se compromete a pagar?... —Dentro de tres meses quinientas mil libras, y el resto en el semestre. —¿Y... los intereses? —Una palabra de Su Majestad los garantiza, monseñor. Nos dice gentilmente: Tratemos este asunto entre nosotros, "entre nosotros". Vuestra Excelencia comprenderá bien la importancia de esta recomendación. Después agrega: No tendréis por qué arrepentiros. Y firma. Desde este momento, monseñor, tanto para mi asociado como para mí, es una cuestión de honor. —Estamos, pues, en paz, señor Boehmer. Hasta que tengamos ocasión de tratar otro negocio. —Cuando Vuestra Eminencia guste honrarnos con su confianza. —Pero notad en esto la mano de esa amable condesa... —Quedamos muy agradecidos a la señora de La Motte, monseñor, y tanto Bossange como yo estamos de acuerdo en hacerle patente nuestra gratitud cuando hayamos percibido el importe del collar en efectivo. —¡Chist!— dijo el cardenal—. No me habéis comprendido. Y volvió de nuevo a la carroza, seguido respetuosamente por toda la casa. Podemos ahora levantar la máscara. Para nadie ha quedado el velo sobre la estatua. Lo que ha fraguado Juana de La Motte contra su protectora todos lo han comprendido al ver que requería el auxilio del panfletista Reteau de Villette. Los joyeros no abrigan inquietud alguna, la reina ningún temor, y el cardenal está sin la menor duda. Tres meses han sido fijados para la perpetración del robo y del crimen; durante estos tres meses el fruto siniestro habrá madurado lo suficiente para que la mano perversa lo pueda recoger. Juana volvió a casa del señor de Rohan, que le preguntó cómo se las había arreglado la reina para acallar en aquella forma las exigencias de los joyeros. La señora de La Motte contestó que la reina había hecho una confidencia a los joyeros; que les había recomendado el secreto; que si una reina que paga tiene que ocultarse, con tanta más razón lo hará cuando tiene que solicitar crédito.
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A las siete de la mañana, la señora de La Motte hizo llegar a la reina una carta, que<br />
contenía el recibo de los joyeros. Este importante documento estaba concebido en los<br />
siguientes términos:<br />
"Los suscritos, reconocemos habernos hecho cargo nuevamente del collar de diamantes<br />
vendido al principio a la reina, en la suma de un millón seiscientas mil libras. No<br />
habiendo agradado los diamantes a Su Majestad, nos ha indemnizado, por la renuncia,<br />
con la cantidad de doscientas cincuenta mil libras que nos había entregado. Firmado:<br />
Boehmer y Bossange”.<br />
La reina, tranquila ya sobre el asunto que la había atormentado durante tanto tiempo,<br />
guardó el recibo en su velador y no pensó más en ello.<br />
Pero en abierta oposición con este documento, los joyeros Boehmer y Bossange<br />
recibieron dos días después la visita del cardenal de Rohan, que conservaba algunas<br />
inquietudes acerca del pago del primer plazo convenido entre los vendedores y la reina.<br />
El señor de Rohan halló a Boehmer en su casa del muelle de la Ecole. Esa mañana,<br />
vencimiento del primer plazo, si había retraso o negativa, debía haberse producido la<br />
alarma en el campo de los joyeros.<br />
Pero, por el contrario, en la casa de Boehmer se respiraba calma y el señor de Rohan<br />
tuvo la dicha de notar una cara agradable en los criados y el lomo robusto y la cola<br />
agitada en el perro del alojamiento. Boehmer recibió a su ilustre cliente con actitud<br />
satisfecha.<br />
—Hoy vencía el primer plazo del pago— dijo—. ¿Ha pagado la reina?<br />
—No, monseñor— respondió Boehmer—. Su Majestad no ha podido entregar ningún<br />
dinero. Ya sabéis que el rey negó el crédito al señor de Calonne. Todo el mundo habla<br />
de esto.<br />
—Sí, todos hablan, Boehmer, y precisamente esta negativa es lo que me trae aquí.<br />
—Pero Su Majestad es una persona excelente y demuestra muy buena voluntad. No<br />
habiendo podido pagar ha garantizado la deuda, y nosotros no pedimos más.<br />
—¡Ah! Tanto mejor— exclamó el cardenal—. ¿Ha garantizado la deuda, decís? Está<br />
muy bien. Pero, ¿en qué forma?<br />
—En la más sencilla y delicada— contestó el joyero—, en una forma principesca.<br />
—¿Por intervención de esa espiritual condesa, tal vez?<br />
—No, monseñor, no. La condesa de La Motte no ha venido siquiera y esto nos halaga<br />
mucho, tanto a Bossange como a mí.<br />
—¡No ha venido! ¿No ha venido la condesa?... Tened la seguridad, sin embargo, de que<br />
ella interviene en esto, Boehmer. Toda inspiración buena debe emanar de la condesa.<br />
Esto sin quitar nada a Su Majestad, como comprenderéis.<br />
—Monseñor va a juzgar si Su Majestad se ha portado con nosotros de una manera<br />
delicada. Se había difundido el rumor de que el rey había negado su conformidad para el<br />
crédito de quinientas mil libras; y nosotros escribimos a la señora de La Motte.<br />
—¿Cuándo?<br />
—Ayer, monseñor.<br />
—¿Que os respondió?<br />
—¿No sabe nada Vuestra Eminencia?— preguntó Boehmer con un imperceptible matiz<br />
de respetuosa familiaridad.<br />
—No; hace ya tres días que no tengo el honor de ver a la señora condesa— repuso el<br />
príncipe, con acento en el que se traslucía su condición de tal.<br />
—Pues bien, monseñor, la señora de La Motte nos contestó una sola palabra: Esperad.<br />
—¿Por escrito?<br />
—No, monseñor, de viva voz. En nuestra carta rogábamos a la señora de La Motte que<br />
nos pidiese una audiencia para avisar a la reina que el pago se acercaba.