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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Nadie sabrá nada. Yo no debo nada a estos joyeros; no los recibiré. Bien vale la pena<br />

que se callen por mis doscientas cincuenta mil libras. Y mis enemigos, en lugar de decir<br />

que compro diamantes por valor de un millón y medio, dirán que pierdo mi dinero en el<br />

comercio. Es menos desagradable. Llevaos el collar, condesa, lleváoslo, y agradeced al<br />

señor de Rohan su galantería y su buena voluntad.<br />

Y con un gesto imperioso la reina entregó el estuche a Juana, que no sin una cierta<br />

emoción sintió el peso de él entre sus manos.<br />

—No tenéis tiempo que perder— prosiguió la reina—; cuanto menos inquietudes<br />

sientan los joyeros, más seguros estaremos de que guardarán el secreto. Llegad a vuestra<br />

casa en primer término, para evitar las sospechas de la policía por una visita hecha a<br />

estas horas a casa de Boehmer, porque la policía se ocupa realmente de cuanto yo hago.<br />

Cuando vuestro regreso haya despistado a los agentes, volved a casa de los joyeros y<br />

traedme un recibo firmado por ellos.<br />

—Sí, señora, así se hará, puesto que lo deseáis— aseguró la condesa. Y estrechó el<br />

estuche bajo su manto, teniendo cuidado de que no revelase el bulto de la caja. Poco<br />

después subió en la carroza con todo el celo que reclamaba la augusta cómplice de su<br />

acción.<br />

En primer lugar, para obedecer las órdenes recibidas, se hizo llevar hasta su casa y<br />

envió la carroza a la residencia del señor de Rohan, a fin de que el cochero que la<br />

condujo no averiguase nada del secreto. En seguida hízose desnudar por su doncella,<br />

para ponerse un vestido menos elegante y más adecuado a esta salida nocturna.<br />

La camarera vistióla rápidamente y observó que se mostraba pensativa y distraída<br />

durante esta operación, a la que, ordinariamente, le dedicaba la atención propia de una<br />

dama de la corte. Juana, realmente, no reparaba en su tocado y dejaba hacer, toda vez<br />

que su pensamiento estaba concentrado en una idea extraña, inspirada por la ocasión.<br />

Se preguntaba si el cardenal no cometía una grave falta dejando que la reina devolviese<br />

la joya, y si esta falta no redundaría en perjuicio de la fortuna con la que el señor de<br />

Rohan soñaba y podía esperar, participando de los pequeños secretos de la reina.<br />

¿Obrar según las órdenes de María Antonieta sin consultar con el señor de Rohan, no<br />

era faltar a los más elementales deberes de la asociación? ¿Aunque estuviese sin<br />

recursos, no preferiría el cardenal venderse él mismo antes que dejar a la reina sin un<br />

objeto que había codiciado?<br />

"No puedo hacer otra cosa que consultar al cardenal —se dijo Juana—, Un millón<br />

cuatrocientas mil libras —añadió para sí—. ¡Jamás tendrá él un millón cuatrocientas mil<br />

libras!"<br />

Después, de pronto, volviéndose hacia su camarera, le dijo:<br />

—Salid, Rosa.<br />

La joven obedeció, y la señora de La Motte continuó su monólogo mental: "¡Qué cifra!<br />

¡Qué fortuna! ¡Qué vida radiante y de qué manera esta pequeña serpiente de pedrería<br />

que reluce en esta cajita puede procurar la felicidad y el lujo!"<br />

Abrió el estuche y quedó deslumbrada por los vivos destellos que despedía. Sacó el<br />

collar del satén, le dio vueltas entre los dedos, y lo estrechó entre sus pequeñas manos al<br />

tiempo que decía para sí:<br />

"Son un millón cuatrocientas mil libras que están aquí encerradas; porque este collar las<br />

vale y los joyeros, aun hoy, pagarían este precio.<br />

"Extraño destino, que permite a la pequeña Juana de Valois, desconocida y mendiga,<br />

tocar la mano de la primera reina del mundo y tener también entre sus manos, aunque<br />

sólo por una hora, un millón cuatrocientas mil libras, una cantidad que no va nunca sola<br />

por este mundo, sino escoltada siempre por guardias armados o por garantías que en<br />

Francia no pueden ser menores que las que suele ofrecer un cardenal o una reina.

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