EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
Y partió, no sin antes haber dejado el mismo aviso en todas las casas en que se presumía pudiera estar la nómada condesa. Apenas hubo partido el mensajero, en cumplimiento de la comisión dada, el portero ordenó a su mujer que avisara a la señora de La Motte, que se hallaba en las habitaciones del señor de Rohan, donde ambos asociados pasaban el tiempo filosofando sobre la inestabilidad de las gruesas sumas de dinero. La condesa, al enterarse del aviso, comprendió que era urgente partir. Pidió dos buenos caballos al cardenal, que él mismo hizo enganchar a una berlina sin blasones y, mientras el cardenal quedaba haciendo comentarios acerca del mensaje, ella corría en tal forma que a la hora siguiente descendía ante el palacio. Alguien que la esperaba introdújola sin tardanza ante María Antonieta. La reina se había retirado a su gabinete. Estaba terminado el servicio de noche, y no quedaba ni una sola mujer en el departamento, salvo la señora de Misery, que leía en el pequeño tocador. María Antonieta bordaba o simulaba bordar, con el oído atento a todos los ruidos que se producían afuera, cuando Juana corrió precipitadamente hacia ella. —¡Ah!— exclamó la reina—, ya estáis aquí; tanto mejor. ¡Qué noticia..., condesa! —¿Buena, señora?. —Juzgad por vos misma. El rey ha negado las quinientas mil libras. —¿Al señor de Calonne? —A todos. El rey no quiere dar más dinero. Esto no le ocurre a nadie sino a mí. —¡Dios mío!— murmuró la condesa. —Parece increíble, ¿no es verdad, señora? ¡Rehusar, tachar el crédito estando hecha la relación! Pero no hablemos más de lo que está muerto. Vais a volver en seguida a París. —Sí, señora. —Y le diréis al cardenal que, puesto que ha demostrado tanta devoción en complacerme, acepto sus quinientas mil libras hasta el próximo trimestre. Es un egoísmo por mi parte, condesa, pero hay que hacerlo... —¡Ay!, señora, estamos perdidas. El cardenal ya no tiene dinero. La reina se sobresaltó como si hubiera sido herida o insultada. —¿No tiene... dinero?— balbuceó. —Señora, una deuda con la que no contaba el señor de Rohan, ha tenido que ser saldada. Era una deuda de honor y ha pagado. —¿Quinientas mil libras? —Sí, señora. —Pero... —Era su último dinero... No tiene más recursos. La reina se detuvo, como aturdida por esta nueva desventura. —¿Estoy bien despierta?— dijo—. ¿Es a mí a quien le están ocurriendo todos éstos contratiempos? ¿Cómo sabéis, condesa, que el señor de Rohan no tiene más dinero? —Me estaba contando este desastre hace una hora y media, señora. Y es tanto menos reparable por cuanto estas quinientas mil libras eran lo que llamamos el fondo del cajón. La reina apoyó la cabeza entre sus manos. —Será preciso tomar una determinación— dijo. "¿Qué hará la reina?"— pensaba Juana. —Ved, condesa, es un castigo terrible, que se me inflige por haber cometido a hurtadillas del rey una acción de poca importancia, de poca ambición y de mezquina coquetería. Como podéis comprender, no tenía ninguna necesidad de este collar. —Es verdad, señora, pero si una reina no tuviese en cuenta más que sus necesidades y no sus gustos...
—Debo cuidar, ante todo, mi tranquilidad, la felicidad de mi casa. No faltaba sino este primer fracaso para demostrarme a cuántos disgustos iba a exponerme y cuántas desgracias me esperaban en el camino emprendido y al que renuncio. Obremos franca y libremente, con toda sencillez. —¡Señora! —Y para empezar, sacrifiquemos nuestra vanidad en el altar del deber, como diría el señor Dorat. Y suspirando, murmuró: —¡No obstante el collar era muy hermoso! —Lo es todavía, señora, y siempre es dinero. —Desde este momento no es más que un montón de piedras para mí. Se debe hacer con ellas lo mismo que hacen los niños cuando han jugado con las piedras: tirarlas y olvidarlas. —¿Qué quiere decir Vuestra Majestad? —La reina quiere decir, querida condesa, que vais a tomar de nuevo el estuche que me trajo... el señor de Rohan..., para devolverlo a los joyeros Boehmer y Bossange. —¿Devolvérselo? —Exactamente. —Pero Vuestra Majestad ha entregado doscientas cincuenta mil libras como seña. —Gano todavía doscientas cincuenta mil libras, condesa; en esto estoy de acuerdo con las cuentas del rey. —¡Señora! ¡Señora!— exclamó la condesa—, ¡perder así un cuarto de millón! Porque puede ocurrir que los joyeros se hallen con dificultades para devolver unos fondos de los que seguramente ya habrán dispuesto. —Cuento con esto y les abandono el importe de la seña, a condición de que se rompa el contrato. Desde que veo esta posibilidad, condesa, me siento más tranquila. Con el collar han llegado hasta aquí las preocupaciones, las penas, los temores, las sospechas. Jamás estos diamantes tendrían destellos suficientes para poder secar las nubes de lágrimas que siento flotar sobre mí. Condesa, llevaos este estuche en seguida. Los joyeros hacen con esto un lindo negocio. Doscientas cincuenta mil libras de gratificación, es un buen beneficio que obtienen de mí, y, además, continúan poseyendo el collar. Espero que no se lamentarán de esto y que nadie sabrá nada. El cardenal no ha obrado sino para complacerme. Le diréis que mi gusto es no volver a ver este collar. Si es hombre de talento me comprenderá, y si es buen sacerdote, aprobará mi conducta y robustecerá mi sacrificio. Y diciendo estas palabras la reina tendía el estuche cerrado a Juana. Esta lo rechazó suavemente. —Señora— dijo—, ¿por qué no tratar de obtener un plazo? —¿Pedir?... ¡No! —He dicho obtener, señora. —Pedirlo es humillarse, condesa; obtenerlo es ser humillada. Concebiría que uno se humillase por una persona amada, para salvar a una criatura viviente, aunque fuese un perro; pero por tener el derecho de guardar unos diamantes que brillan como carbones encendidos, sin ser más luminosos ni más duraderos, ¡oh!, condesa, éste es un consejo que nadie podrá nunca decidirme a seguir. ¡Jamás! Llevaos el estuche, querida, lleváoslo. —Pero pensad, señora, en el alboroto que armarán estos joyeros, al menos por cortesía y para compadeceros. Vuestra negativa será tan comprometedora como vuestra conformidad. Todo el mundo sabrá que habéis tenido los diamantes en vuestro poder.
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pudiera estar la nómada condesa.<br />
Apenas hubo partido el mensajero, en cumplimiento de la comisión dada, el portero<br />
ordenó a su mujer que avisara a la señora de La Motte, que se hallaba en las<br />
habitaciones del señor de Rohan, donde ambos asociados pasaban el tiempo filosofando<br />
sobre la inestabilidad de las gruesas sumas de dinero.<br />
La condesa, al enterarse del aviso, comprendió que era urgente partir. Pidió dos buenos<br />
caballos al cardenal, que él mismo hizo enganchar a una berlina sin blasones y, mientras<br />
el cardenal quedaba haciendo comentarios acerca del mensaje, ella corría en tal forma<br />
que a la hora siguiente descendía ante el palacio.<br />
Alguien que la esperaba introdújola sin tardanza ante María Antonieta.<br />
La reina se había retirado a su gabinete. Estaba terminado el servicio de noche, y no<br />
quedaba ni una sola mujer en el departamento, salvo la señora de Misery, que leía en el<br />
pequeño tocador.<br />
María Antonieta bordaba o simulaba bordar, con el oído atento a todos los ruidos que se<br />
producían afuera, cuando Juana corrió precipitadamente hacia ella.<br />
—¡Ah!— exclamó la reina—, ya estáis aquí; tanto mejor. ¡Qué noticia..., condesa!<br />
—¿Buena, señora?.<br />
—Juzgad por vos misma. El rey ha negado las quinientas mil libras.<br />
—¿Al señor de Calonne?<br />
—A todos. El rey no quiere dar más dinero. Esto no le ocurre a nadie sino a mí.<br />
—¡Dios mío!— murmuró la condesa.<br />
—Parece increíble, ¿no es verdad, señora? ¡Rehusar, tachar el crédito estando hecha la<br />
relación! Pero no hablemos más de lo que está muerto. Vais a volver en seguida a París.<br />
—Sí, señora.<br />
—Y le diréis al cardenal que, puesto que ha demostrado tanta devoción en<br />
complacerme, acepto sus quinientas mil libras hasta el próximo trimestre. Es un<br />
egoísmo por mi parte, condesa, pero hay que hacerlo...<br />
—¡Ay!, señora, estamos perdidas. El cardenal ya no tiene dinero.<br />
La reina se sobresaltó como si hubiera sido herida o insultada.<br />
—¿No tiene... dinero?— balbuceó.<br />
—Señora, una deuda con la que no contaba el señor de Rohan, ha tenido que ser<br />
saldada. Era una deuda de honor y ha pagado.<br />
—¿Quinientas mil libras?<br />
—Sí, señora.<br />
—Pero...<br />
—Era su último dinero... No tiene más recursos.<br />
La reina se detuvo, como aturdida por esta nueva desventura.<br />
—¿Estoy bien despierta?— dijo—. ¿Es a mí a quien le están ocurriendo todos éstos<br />
contratiempos? ¿Cómo sabéis, condesa, que el señor de Rohan no tiene más dinero?<br />
—Me estaba contando este desastre hace una hora y media, señora. Y es tanto menos<br />
reparable por cuanto estas quinientas mil libras eran lo que llamamos el fondo del cajón.<br />
La reina apoyó la cabeza entre sus manos.<br />
—Será preciso tomar una determinación— dijo.<br />
"¿Qué hará la reina?"— pensaba Juana.<br />
—Ved, condesa, es un castigo terrible, que se me inflige por haber cometido a<br />
hurtadillas del rey una acción de poca importancia, de poca ambición y de mezquina<br />
coquetería. Como podéis comprender, no tenía ninguna necesidad de este collar.<br />
—Es verdad, señora, pero si una reina no tuviese en cuenta más que sus necesidades y<br />
no sus gustos...