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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Si me parece imposible. José Bálsamo vivo, cuando se le creía muerto en aquel<br />

incendio. José Bálsamo...<br />

—Conde de Fénix vivo; sí, monseñor, y más vivo que nunca.<br />

—Pero, monsieur, ¿con qué nombre os presentáis ahora, y por qué no habéis<br />

conservado el antiguo?<br />

—Precisamente porque es antiguo y recuerda, a mí antes que a nadie, y a los demás<br />

luego, demasiados recuerdos tristes y fastidiosos. Me refiero incluso a vos, monseñor.<br />

Decidme, ¿no habríais negado la entrada a José Bálsamo?<br />

—No, monsieur, no.<br />

El cardenal, todavía estupefacto, se olvidó de ofrecer asiento a De Cagliostro.<br />

—Entonces, Vuestra Eminencia tiene más memoria y honradez que todos los hombres<br />

juntos.<br />

—Monsieur, en otra época me rendisteis tan gran servicio...<br />

—¿No es verdad, monseñor —interrumpió Bálsamo—, que no he cambiado y que soy<br />

una muestra de los resultados de mi elixir de vida?<br />

—Cierto, sí, pero vos que estáis por encima de la humanidad y dispensáis liberalmente<br />

el oro y la salud a todos...<br />

—La salud, no digo que no, pero el oro... no, eso no.<br />

—¿Ya no hacéis oro?<br />

—No, monseñor.<br />

—¿Por qué?<br />

—Porque perdí la más indispensable de las combinaciones que mi maestro, el sabio<br />

Althotas, me dio cuando salió de Egipto. No tuve la precaución de sacar una copia en<br />

previsión de un posible extravío. Y la memoria ya no me ha valido.<br />

—¿El se la guardó?<br />

—No..., es decir, sí, guardada o llevada a la tumba, como vos queráis.<br />

—¿Murió?<br />

—Le he perdido.<br />

—¿Cómo, pues, no habéis prolongado la vida de ese hombre, único poseedor del<br />

portentoso secreto, vos que os habéis conservado vivo y joven durante siglos?<br />

—Yo lo puedo todo contra la enfermedad y contra las heridas, pero no puedo nada<br />

contra el accidente que mata sin que se me llame.<br />

—Y fue un accidente lo que terminó con la vida de Althotas.<br />

—Vos habéis debido saberlo, puesto que sabíais mi muerte.<br />

—Ese incendio de la calle Saint-Claude, en el que vos desaparecisteis.<br />

—Ese incendio mató a Althotas, o el sabio, cansado de la vida, quiso morir.<br />

—Es extraño.<br />

—No, es natural. Yo mismo he pensado cien veces en terminar con mi vida.<br />

—Sin embargo, habéis seguido viviendo.<br />

—Porque he elegido un estado de juventud en el cual la salud, las pasiones, los placeres<br />

carnales me procuran todavía alguna distracción, y Althotas, por el contrario, había<br />

elegido el estado de la vejez.<br />

—Althotas debía hacer lo mismo que vos.<br />

—No, él era un hombre profundo y superior; de todas las cosas de este mundo no quería<br />

más que la ciencia, y la juventud, con la sangre ardiente, con sus pasiones y sus excesos,<br />

le habrían apartado de la eterna contemplación, monseñor, es necesario estar libre<br />

siempre de flaquezas; para pensar bien, importa ante todo el conocimiento de sí mismo.<br />

El anciano medita mejor que el joven, pero cuando la tristeza se apodera de él, ya no<br />

halla remedio. Althotas murió víctima de su devoción por la ciencia. Yo vivo como un

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