EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
Por toda respuesta, Felipe gritó desde la ventana más próxima a la cámara de Andrea, para que ella pudiera oírle: —A las cinco tened enganchados los caballos. LVI UN MINISTRO DE HACIENDA Hemos visto que la reina, antes de recibir a Andrea, había leído un billete de Juana de la Motte y que sonrió al leerlo. El billete sólo tenía estas palabras, con las expresiones del mayor respeto: «...y Vuestra Majestad puede estar segura de que se le concederá el crédito y que la mercancía será entregada...» Después de leer la nota, la reina sonrió y quemó el papel. Luego, un poco entristecida por la despedida de Andrea, madame de Misery le anunció que monsieur de Calonne le suplicaba que le concediera el honor de recibirle. Se trata de un personaje nuevo para el lector y que creemos necesario presentar. Monsieur de Calonne era un hombre de mucho espíritu, perteneciente a la generación incluida en la última mitad del siglo; poco dado a los lamentos e identificado con el análisis más objetivo, tenía conciencia de la desgracia abatida sobre Francia, no sintiendo más interés que el interés común, y, como Luis XV, decía: «Después de nosotros, el interés del mundo.» Sabía mucho de negocios y era cortesano. Todo lo que había en la corte de mujeres ilustres por su espíritu, su riqueza y su belleza, lo había cultivado con homenajes parecidos a los que la abeja rinde a las plantas de las que extrae el néctar. Acumulaba tantos conocimientos que habría podido rebatir a D'Alembert, polemizar con Diderot, ironizar con Voltaire, enmendar a Rousseau... Y se reía abiertamente de la popularidad de Necker. Necker, el sabio y el profundo, había parecido iluminar a Francia con su actividad; Calonne, habiendo observado todas sus caras, había acabado por volverle ridículo, a los mismos ojos de los que le temían más, y la reina y el rey, a los cuales este nombre hacía estremecer, no estaban acostumbrados que esto que les causaba temblor fuera el objeto de la burla de un hombre de Estado, elegante, de buen humor, que para responder a tantas hermosas cifras se contentara con decir: «¿A qué probar tanto lo que no se puede probar?» En efecto, Necker no había demostrado más que una cosa: su imposibilidad de continuar administrando las finanzas. Calonne las aceptó como un peso demasiado ligero para sus hombros, y desde los primeros momentos se pudo decir que sucumbió bajo la carta. ¿Qué quería Necker? Reformas. Las reformas parciales espantaban a todos. Pocas gentes ganaban con ellas, y las que ganaban, ganaban muy poco; por el contrario, muchos perdían, y perdían demasiado. Cuando Necker se propuso imponer una justa repartición del impuesto y querer gravar las tierras de la nobleza y de la clerecía, tendía brutalmente a una revolución imposible de llevar a cabo. Dividía la nación y la debilitaba de antemano cuando lo que importaba era concentrar todas sus fuerzas para conseguir una saludable renovación. Al señalar el fin que perseguía, lo que hacía Necker era condenarlo al fracaso, precisamente, porque lo señalaba. Hablar de una supresión de abusos a los que no quieren que los abusos desaparezcan, ¿no es exponerse a la rebelión de los afectados? ¿Qué táctica sería la de anunciar al adversario por dónde y a qué hora se asaltará la plaza? La estrategia de Calonne era, pues, el reverso de la de Necker. Su plan era audaz, increíblemente ambicioso. Se trataba de conseguir en dos años que el rey y la nobleza llegasen a una bancarrota que por sí mismos habrían retrasado diez años, y ante la total
ancarrota, decir: «Ahora, ricos, pagad por los pobres, porque tienen hambre y devorarán a los que los condenaron a su miseria.» ¿Cómo el rey no vio de antemano las consecuencias de ese plan, ni siquiera el plan? ¿Cómo él, que se había estremecido de indignación ante la cuenta que se le presentó, no se estremeció al observar la trayectoria de su ministro? ¿Cómo no eligió entre los dos sistemas y prefirió cerrar los ojos? Es la sola cuenta real que Luis XVI, hombre político, escamoteó a la posteridad. Era el famoso principio al cual se opone siempre el que no tiene bastante poder para cortar el mal. Pero para que la venda fuese lo bastante espesa a los ojos del rey, y para que la reina, tan clarividente y tan precisa en sus apreciaciones, fuese tan ciega como su esposo sobre la conducta del ministro, la historia —mejor sería decir la novela— va a dar algunos detalles indispensables. Calonne entró en el gabinete del rey. Seguro de que María Antonieta lo había mandado llamar para un asunto urgente, llegó con la sonrisa en los labios. La reina lo acogió con afabilidad, y luego de algunas vaguedades le preguntó: —¿Tenemos dinero, mi querido monsieur Calonne? —¿Dinero? Naturalmente, madame; lo tenemos siempre. —Eso es maravilloso. No he conocido a nadie como vos para responder así a mis peticiones de dinero; como financiero sois incomparable. —¿Qué cantidad necesita Vuestra Majestad? —Os ruego que me digáis primero cómo hacéis para encontrar dinero, donde Necker decía con perfecta claridad que no lo había. —Necker tenía razón, madame. No había dinero en los cofres, y esto es tan cierto que el día de mi posesión del Ministerio, el 5 de noviembre de 1783, una fecha que yo no olvido, al hacer el arqueo del tesoro público, no encontré en caja más que doscientas libras. —¿Y bien? —Madame, si Necker, en lugar de decir «no hay dinero», hubiera recurrido a los empréstitos, cien millones el primer año, ciento veinticinco el segundo, y un nuevo empréstito de ochenta millones para el tercero, que resolverían la situación, Necker habría sido un verdadero financiero; todo el mundo sabe decir «no hay dinero en caja», pero no todo el mundo puede decir que lo hay. —Por eso os felicitaba, monsieur. ¿Cómo se pagará? Esa es para mí la dificultad. —Madame —repuso Calonne con una sonrisa terriblemente significativa—, yo os respondo de que se pagará. —Confío en vos. ¿Tenéis alguna nueva idea? —Tengo una idea, madame, que dejará veinte millones en el bolsillo de los franceses y siete u ocho millones en el vuestro, perdón, en el tesoro de Vuestra Majestad. —Estos millones serán bien venidos aquí y allí. ¿Pero por dónde nos llegarán? —Vuestra Majestad no ignora que el oro no tiene el mismo valor en todos los países de Europa. —Lo sé. En España el oro es más caro que en Francia. —Vuestra Majestad tiene razón. El oro vale en España, desde hace cinco o seis años, dieciocho onzas más por marco que en Francia. Por este motivo los exportadores ganan sobre un marco de oro que exportan de Francia a España el valor de catorce onzas de plata poco más o menos. —Es considerable —dijo la reina. —Tan considerable que en un año —continuó el ministro—, si los capitalistas supiesen lo que yo sé, no habría en nuestra casa un solo luis de oro. —¿Vais a impedir eso?
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Por toda respuesta, Felipe gritó desde la ventana más próxima a la cámara de Andrea,<br />
para que ella pudiera oírle:<br />
—A las cinco tened enganchados los caballos.<br />
LVI<br />
UN MINISTRO <strong>DE</strong> HACIENDA<br />
Hemos visto que la reina, antes de recibir a Andrea, había leído un billete de Juana de la<br />
Motte y que sonrió al leerlo. El billete sólo tenía estas palabras, con las expresiones del<br />
mayor respeto: «...y Vuestra Majestad puede estar segura de que se le concederá el<br />
crédito y que la mercancía será entregada...»<br />
Después de leer la nota, la reina sonrió y quemó el papel. Luego, un poco entristecida<br />
por la despedida de Andrea, madame de Misery le anunció que monsieur de Calonne le<br />
suplicaba que le concediera el honor de recibirle.<br />
Se trata de un personaje nuevo para el lector y que creemos necesario presentar.<br />
Monsieur de Calonne era un hombre de mucho espíritu, perteneciente a la generación<br />
incluida en la última mitad del siglo; poco dado a los lamentos e identificado con el<br />
análisis más objetivo, tenía conciencia de la desgracia abatida sobre Francia, no<br />
sintiendo más interés que el interés común, y, como Luis XV, decía: «Después de<br />
nosotros, el interés del mundo.» Sabía mucho de negocios y era cortesano. Todo lo que<br />
había en la corte de mujeres ilustres por su espíritu, su riqueza y su belleza, lo había<br />
cultivado con homenajes parecidos a los que la abeja rinde a las plantas de las que<br />
extrae el néctar. Acumulaba tantos conocimientos que habría podido rebatir a<br />
D'Alembert, polemizar con Diderot, ironizar con Voltaire, enmendar a Rousseau... Y se<br />
reía abiertamente de la popularidad de Necker.<br />
Necker, el sabio y el profundo, había parecido iluminar a Francia con su actividad;<br />
Calonne, habiendo observado todas sus caras, había acabado por volverle ridículo, a los<br />
mismos ojos de los que le temían más, y la reina y el rey, a los cuales este nombre hacía<br />
estremecer, no estaban acostumbrados que esto que les causaba temblor fuera el objeto<br />
de la burla de un hombre de Estado, elegante, de buen humor, que para responder a<br />
tantas hermosas cifras se contentara con decir: «¿A qué probar tanto lo que no se puede<br />
probar?»<br />
En efecto, Necker no había demostrado más que una cosa: su imposibilidad de<br />
continuar administrando las finanzas. Calonne las aceptó como un peso demasiado<br />
ligero para sus hombros, y desde los primeros momentos se pudo decir que sucumbió<br />
bajo la carta.<br />
¿Qué quería Necker? Reformas. Las reformas parciales espantaban a todos. Pocas<br />
gentes ganaban con ellas, y las que ganaban, ganaban muy poco; por el contrario,<br />
muchos perdían, y perdían demasiado. Cuando Necker se propuso imponer una justa<br />
repartición del impuesto y querer gravar las tierras de la nobleza y de la clerecía, tendía<br />
brutalmente a una revolución imposible de llevar a cabo. Dividía la nación y la<br />
debilitaba de antemano cuando lo que importaba era concentrar todas sus fuerzas para<br />
conseguir una saludable renovación. Al señalar el fin que perseguía, lo que hacía<br />
Necker era condenarlo al fracaso, precisamente, porque lo señalaba. Hablar de una<br />
supresión de abusos a los que no quieren que los abusos desaparezcan, ¿no es exponerse<br />
a la rebelión de los afectados? ¿Qué táctica sería la de anunciar al adversario por dónde<br />
y a qué hora se asaltará la plaza?<br />
La estrategia de Calonne era, pues, el reverso de la de Necker. Su plan era audaz,<br />
increíblemente ambicioso. Se trataba de conseguir en dos años que el rey y la nobleza<br />
llegasen a una bancarrota que por sí mismos habrían retrasado diez años, y ante la total