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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¿Acaso es un contacto maldito para nuestra familia el de los Borbones? ¿Vos<br />

religiosa? ¿La menos capaz de obediencia a las leyes del ascetismo? A ver; ¿qué le<br />

reprocháis a la reina?<br />

—Nada, Felipe —repuso fríamente la joven—, pero vos que habéis contado con el favor<br />

real, ¿por qué a los tres días abandonasteis la corte? Yo he resistido tres años.<br />

—¿La reina es a veces caprichosa, Andrea?<br />

—Quizá sea eso. Los cortesanos pueden soportar sus caprichos, pero yo no. Si los tiene,<br />

que se los sufran sus criadas.<br />

—Pero no me decís qué es lo que os ha ocurrido con la reina.<br />

—Nada, os lo juro; ¿y por qué me lo preguntáis cuando vos también la habéis<br />

abandonado? Es ingrata esa mujer, muy ingrata.<br />

—Hay que ser tolerante, Andrea. La adulación quizá la ha envanecido un poco, pero en<br />

el fondo es buena.<br />

—Sé muy bien lo que ella ha hecho por vos, Felipe.<br />

—¿Qué ha hecho?<br />

—¿Lo habéis olvidado ya? Yo tengo mejor memoria. En un mismo día y con igual<br />

decisión pagó vuestra deuda y la mía, Felipe.<br />

—Me parece demasiado caro, Andrea; no es a vuestra edad y con vuestra belleza<br />

cuando se renuncia al mundo. Lo abandonáis siendo joven y lo añoraréis cuando seáis<br />

vieja, cuando ya no habrá tiempo para retroceder y os arrepentiréis de haber abandonado<br />

a vuestros amigos, de los que sólo una locura puede apartaros.<br />

—¿Razonáis así, vos, un oficial educado en las leyes del honor y del sentimiento? Tan<br />

rígido habéis sido que mientras cien individuos han amasado títulos y fortuna, vos sólo<br />

habéis contraído deudas y sufrido desaires. Un día me dijisteis que «ella» es caprichosa,<br />

coqueta y pérfida, negándoos a servirla. Aunque no os hayáis hecho religioso, habéis<br />

renunciado al mundo, y de nosotros dos el que está más cerca de los votos irrevocables<br />

no soy yo, que voy a hacerlos, sino vos, que los hicisteis ya.<br />

—Tenéis razón, y sin nuestro padre...<br />

—¿Nuestro padre? Felipe, no habléis así —repuso Andrea con amargura—. ¿Un padre<br />

no debe ser el refugio de sus hijos o aceptar su apoyo? Sólo en estas condiciones se es<br />

padre. ¿Qué hace el nuestro, os pregunto? ¿Se os ha ocurrido nunca confiarle un<br />

secreto? ¿Os ha confiado él alguno? No, —continuó Andrea con una expresión de<br />

disgusto—. Monsieur de Taverney está hecho para vivir solo.<br />

—Estoy de acuerdo, Andrea, pero él no ha sido hecho para morir solo.<br />

Estas palabras, dichas con dulce severidad, recordaron a la joven que sacrificaba a sus<br />

decepciones y a sus amarguras una parte demasiado grande de su corazón.<br />

—Yo no quería —repuso ella— que me tomaseis por una hija sin entrañas; sabéis que<br />

soy una hermana cariñosa; pero aquí abajo cada uno ha querido matar en mí el instinto<br />

de simpatía que le correspondía. Dios me ha dado al nacer, como a toda criatura, un<br />

alma y un cuerpo; de esta alma y de este cuerpo toda criatura humana puede disponer<br />

para su felicidad, en este mundo y en el otro. Un hombre que no conocía ha tomado mi<br />

alma: Bálsamo. Un hombre que conocí apenas, y que no estaba a mi altura, tomó mi<br />

cuerpo: Gilberto. Os lo repito, Felipe, para ser una buena y piadosa hija, no me falta<br />

más que un padre. Pasemos ahora a vos, y examinemos lo que os ha reportado el<br />

servicio de los grandes de la tierra, a vos que los amáis.<br />

Felipe bajó la cabeza.<br />

—Excusadme —dijo él—. Los grandes de la tierra no eran para mí más que criaturas<br />

parecidas a mí, y los quería. Dios nos ha mandado amarnos los unos a los otros.<br />

—Felipe, casi nunca el corazón amado corresponde al corazón que le ama. Aquellos a<br />

quienes hemos elegido elegirán a otros.

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