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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Antes de subir a la carroza, De Charny aún se torturó con la dolorosa satisfacción de<br />

mirar hasta el último instante las ventanas de la reina. Nadie podía verle. No encontró<br />

en la escalinata más que varios oficiales amigos suyos, prevenidos a tiempo para que su<br />

partida no pareciese una fuga.<br />

Escoltado hasta la carroza por sus joviales compañeros, pudo seguir mirando hacia<br />

aquellas ventanas totalmente iluminadas. La reina se sentía indispuesta y había recibido<br />

a sus damas en su dormitorio. Las ventanas de Andrea estaban cerradas y sin luz, pero<br />

detrás de las cortinas de damasco había una mujer que seguía angustiosamente hasta el<br />

último movimiento del enfermo. La carroza arrancó al fin, pero tan despacio que podían<br />

contarse los pasos de los caballos, el martilleo de los cascos sobre el enguijarrado.<br />

«Si no es para mí —se dijo Andrea—, tampoco es para nadie.»<br />

«Si vuelven a asaltarle deseos de morir —pensó el doctor al entrar en su casa—, por lo<br />

menos no morirá aquí ni en mis manos. ¡Caramba con los enfermos del espíritu...! No es<br />

uno el médico de Antíoco para curar estas enfermedades.»<br />

De Charny llegó sano y salvo a su casa. El doctor le había visitado la noche anterior, y<br />

lo encontró tan bien que le dijo que era su última visita. Fueron a verle su tío monsieur<br />

de Suffren, monsieur de La Fayette, y un enviado del rey. Ya no volvieron a ocuparse<br />

de él. Empezó a levantarse y a pasear, andando cada día un poco más. Ocho días<br />

después podía montar a caballo, pero yendo al paso, e iba recobrando sus fuerzas. Como<br />

su vivienda no quedaba muy lejos, le encargó al médico de su tío que le pidiera al<br />

doctor Louis la autorización para trasladarse a sus tierras, pero le contestó que lo hiciera<br />

en una silla de manos y que el camino de Picardía estaba liso como un espejo, por lo<br />

que no dejaría de ser una temeridad.<br />

De Charny se despidió del rey, que le colmó de mercedes; pidió a monsieur de Suffren<br />

que presentase sus respetos a la reina, la cual no recibía por seguir indispuesta. Después<br />

se acomodó en su litera, a la puerta misma del palacio real, y partió para la pequeña<br />

ciudad de Villers-Cotteréts, desde donde seguiría hacia el castillo de Boursonnes,<br />

situado a una legua de esta ciudad que ilustraba ya las primeras poesías de Dumoustier.<br />

LV<br />

DOS CORAZONES SANGRANTES<br />

A la mañana siguiente del día en que Andrea había sorprendido a la reina huyendo y a él<br />

arrodillado ante ella, mademoiselle de Taverney entró como de costumbre en la cámara<br />

real a la hora del arreglo de la reina antes de la misa, la cual no había recibido todavía<br />

visita alguna. Acababa de leer unas líneas de Juana de la Motte y estaba del mejor<br />

humor.<br />

Andrea aparecía más pálida todavía que la noche anterior, y con su gravedad y su<br />

sencilla y austera sobriedad era la auténtica imagen del dolor.<br />

La reina estaba distraída y no advirtió la pesadez y el abandono con que andaba, ni se<br />

fijó en sus enrojecidos ojos, ni se dio cuenta de su palidez, y la saludó sonriéndole.<br />

—Buenos días.<br />

Andrea esperó que la reina le diera la ocasión de hablar, segura de que su silencio y su<br />

inmovilidad llamarían la atención de María Antonieta, que fue lo que ocurrió; pues al no<br />

oír que le contestase, se volvió para mirarla y vio que en aquel rostro había dolor,<br />

mucho dolor...<br />

—Dios mío, ¿qué ocurre, Andrea? ¿Os ha ocurrido alguna desgracia?<br />

—Una gran desgracia, sí, madame —repuso la joven.<br />

—¿Qué es?<br />

—Voy a abandonar a Vuestra Majestad.

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