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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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¿Cuándo estará curada? ¿Cuándo dejaréis de dar al buen doctor el bochornoso<br />

espectáculo de una locura que le inquieta? ¿Cuándo saldréis del castillo?<br />

—Vuestra Majestad me echa... —balbució De Charny—. Me iré, madame; me iré.<br />

E hizo un movimiento tan violento, que perdiendo el equilibrio cayó en los brazos de la<br />

reina, quien le cerraba el paso.<br />

Apenas sintió el contacto del pecho que le retenía, apenas se apoyó en el brazo que lo<br />

sostenía, su razón se extravió, y abrió la boca, sin saber si era una palabra o un beso lo<br />

que le ardía en los labios.<br />

La reina, estremecida ante ese contacto, dolida ante su debilidad, trató de colocar el<br />

cuerpo inanimado en el sillón y huir, pero la cabeza de De Charny cayó hacia atrás,<br />

murmurando, ininteligiblemente casi:<br />

—¡Qué maravilla, Señor! Mejor, mejor así. Muero matado por vos.<br />

La reina lo olvidó todo. Retrocedió, cogió a De Charny, le levantó, oprimió la cabeza<br />

inerte de él sobre su seno, y apoyó una mano helada en el corazón del desventurado.<br />

El amor hizo el milagro. De Charny resucitó. Abrió los ojos y la visión desapareció.<br />

Asustada por dejar un recuerdo donde sólo quiso llevar un último adiós, dio unos pasos<br />

hacia la puerta, pero De Charny aún tuvo tiempo de sujetarla, cogiéndole la falda del<br />

vestido.<br />

—Madame, en nombre del respeto que tengo para Dios, menos grande que el respeto<br />

que tengo para vos...<br />

—Adiós, adiós —dijo la reina.<br />

—Madame, perdonadme.<br />

—Os perdono, monsieur de Charny.<br />

—Madame, una última mirada.<br />

—Monsieur de Charny —replicó la reina, temblando de emoción y de cólera—, si es<br />

que no sois el más bajo de los hombres, mañana habréis muerto o habréis partido del<br />

palacio.<br />

De Charny, juntando las manos con embriaguez, se arrastró de rodillas hasta los pies de<br />

María Antonieta, la cual había ya abierto la puerta.<br />

Andrea, cuyos ojos estaban clavados en esa puerta desde el principio de la visita, vio a<br />

De Charny arrodillado y a la reina como si desfalleciese; vio en los ojos de él brillar la<br />

esperanza y a la reina mirando al suelo. Herida en el corazón, desesperada, llena de odio<br />

y de desprecio, no se inclinó cuando vio acercarse a la reina. Le parecía que Dios había<br />

otorgado demasiados dones a esta mujer, dándole como superfluo un trono y la belleza,<br />

ya que acababa de concederle media hora con De Charny.<br />

El doctor veía en las dos mujeres demasiadas cosas para subrayar ninguna. Preocupado<br />

por el éxito de la negociación emprendida por la reina, se limitó a preguntar:<br />

—¿Y bien, madame?<br />

La reina necesitó un minuto para recobrarse.<br />

—¿Qué hará? —repitió el doctor.<br />

—Se irá —murmuró la reina.<br />

Y sin fijarse en Andrea, quien la miraba hostilmente, ni en el médico, que la miraba<br />

sonriendo, atravesó con paso rápido el corredor de la galería, envolviéndose<br />

maquinalmente en su manto y regresando a sus habitaciones.<br />

Andrea estrechó la mano del doctor y corrió al dormitorio del enfermo; poco después,<br />

con paso lento y ausente como una sombra, volvió a su cámara con la cabeza caída y sin<br />

ver nada de lo que la rodeaba. No pensó ni en esperar las órdenes de la reina. Para una<br />

naturaleza como la de Andrea, la reina no significaba nada; la rival lo era todo.<br />

De Charny, entregado de nuevo a los cuidados del doctor, no pareció el mismo hombre<br />

de la víspera. Fuerte hasta la exageración, orgulloso hasta el agravio, hizo al buen

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