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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Es lo que expongo cada vez que me enfrento con una enfermedad cuya raíz ignoro.<br />

¿La atacaré con el remedio que mata el mal o con el remedio que mata al enfermo?<br />

—Vos estáis seguro de matar al enfermo, ¿no es eso? —dijo la reina, estremeciéndose.<br />

—Ah... —dijo el doctor, con gesto sombrío—. Aunque muriese un hombre por el honor<br />

de una reina, ¿cuántos mueren todos los días por el capricho de un rey?<br />

La reina suspiró y siguió al viejo doctor, sin encontrar a Andrea. Eran las once de la<br />

mañana. De Charny, vestido, dormía en un sillón después de pasar una noche<br />

terriblemente agitada. Cerrados los postigos, escasamente se advertía la claridad diurna.<br />

Nada de ruido, ninguna presencia, nada ante los ojos. El doctor Louis atacaba<br />

hábilmente todo lo que pudiera provocar una recaída. Sin embargo, no retrocedía ante<br />

una crisis que podía matar a su enfermo. Sabía que también podía salvarlo.<br />

La reina, vestida con sencillez y peinada con cierto abandono, entró bruscamente en el<br />

corredor donde estaba la habitación de De Charny. El doctor le había recomendado que<br />

no dudase, que no vacilase, que se presentara con resolución, para que el efecto fuese<br />

violento.<br />

La reina abrió con decisión la puerta de la antecámara, encontrándose con una mujer<br />

velando en la puerta del dormitorio de De Charny, en la cual se veía el agotamiento y la<br />

angustia.<br />

—¡Andrea! —exclamó la reina—. ¿Vos aquí?<br />

—Sí, Majestad —repuso Andrea, pálida y turbada—. También está aquí Vuestra<br />

Majestad.<br />

—Qué complicación —murmuró el doctor.<br />

—Os he buscado por todas partes —dijo la reina—. ¿Dónde estabais?<br />

No había en el tono de la reina su habitual amabilidad, como si la asaltase una sospecha.<br />

Andrea temió que su presencia allí revelase a los demás sentimientos que eran su íntima<br />

tortura. Y no vaciló en mentir al oír que la reina le preguntaba:<br />

—Pero... ¿cómo estáis aquí?<br />

—Me han dicho que Vuestra Majestad me buscaba, y he venido.<br />

—¿Cómo lo habéis hecho para adivinar dónde yo estaba?<br />

—Estabais con el doctor Louis, y os he visto salir con él, y he comprendido que veníais<br />

a este pabellón.<br />

—En efecto —repuso la reina, más cordial, pero recelosa aún.<br />

Andrea hizo un último esfuerzo.<br />

—Si Vuestra Majestad —dijo Andrea, sonriendo— no hubiese querido que la viesen, no<br />

se habría dejado ver en las galerías para venir aquí. Cuando la reina cruza la terraza,<br />

mademoiselle de Taverney la ve desde su apartamento.<br />

—Sí, sí; tenéis razón, Andrea, Como pienso poco, creo que los demás tampoco piensan.<br />

La reina veía que necesitaba indulgencia porque tenía necesidad de una confidente. Por<br />

otra parte, no siendo ella un compuesto de coquetería y desconfianza, como la mayoría<br />

de las mujeres vulgares, tenía fe en sus amigos, sabiendo que podía quererles. Las<br />

mujeres que desconfían de sí mismas desconfían todavía más de las otras. El infortunio<br />

de las coquetas es que nunca se creen amadas por sus amantes.<br />

María Antonieta, pues, olvidó rápidamente la impresión que le había producido<br />

mademoiselle de Taverney delante de la puerta de De Charny, e inmediatamente entró<br />

en el dormitorio del enfermo mientras el doctor se quedaba detrás con Andrea.<br />

Al desaparecer la reina, Andrea miró al cielo con dolor y cólera, reprimiéndose al sentir<br />

que el doctor la cogía del brazo y la hacía salir al corredor mientras le preguntaba:<br />

—¿Creéis que triunfará?<br />

—¿Triunfar en qué, Dios mío?

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