EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
Un oficial salió en el acto para transmitir las instrucciones del rey. Otros dos levantaron a De Charny y lo llevaron a la sala de guardia de los oficiales. Esta escena fue más breve que la de la reina y De Crosne. Llamaron en seguida a monsieur de Suffren y al doctor Louis, a quien ya conocemos: honesto, sabio y humilde, de inteligencia más útil que brillante, esforzado trabajador de este complejo campo de la ciencia, donde no es el más honrado al que recoge el grano, donde no es el más honorable el que abre el surco. Después del médico, inclinado ya sobre su paciente, apareció apresuradamente el oficial real de Suffren, al cual un mensajero acababa de llevar la noticia. El ilustre marino no comprendía el porqué de aquel desmayo ni a qué obedecía la repentina enfermedad. Luego de acariciar las manos de De Charny y ver sus ojos empañados, dijo: —¡Qué raro! Sabed, doctor, que mi sobrino jamás ha estado enfermo. —Eso no prueba nada, señor oficial del rey —dijo el médico. —Acaso el aire de Versalles..., porque os repito que he visto a mi sobrino en el mar durante diez años, y ha sido siempre fuerte, derecho como un mástil. —Es su herida lo que le tiene así —dijo uno de los oficiales. —¿Cómo su herida? —exclamó el almirante—. Olivier nunca ha sido herido. —Perdón —repuso el oficial, enseñándole la camisa ensangrentada—. Yo creía... De Suffren vio la sangre, y con una brusquedad familiar, le dijo al doctor, quien acababa de tomar el pulso de su enfermo: —¿Vamos a discutir ahora el origen del mal? Sabemos el mal, contentémonos con saberlo y curémosle si es posible. Al oficial del rey le gustaban las frases concretas, por lo que no había habituado a sus subordinados a disfrazar sus palabras. —¿Está en peligro, doctor? —preguntó, con más emoción de la que hubiera querido demostrar. —Poco más que una cortadura al afeitarse. —Expresad mi gratitud al rey, señores. Olivier, volveré a verte. De Charny movió los ojos y los dedos, agradeciendo a la vez a su tío que le dejaba y al doctor que le libraba de su tío. Después, feliz por descansar en un lecho y feliz por verse en las manos de un hombre en el que competían la inteligencia y la bondad, fingió dormir. El doctor hizo salir a todos. Finalmente, De Charny se durmió, no sin haber agradecido al cielo todo lo que le había ocurrido y lo que no le había ocurrido en circunstancias tan graves. La fiebre se había apoderado de él, esa maravillosa fiebre regeneradora de la humanidad, eterna savia que florece en la sangre del hombre y, sirviendo los designios de Dios, que es decir de la humanidad, hace germinar la salud de la enfermedad, o devuelve al paciente su inicial salud. Cuando De Charny hubo reflexionado, con ese ardor de los febriles, su escena con Felipe, con la reina y con el rey, cayó en un estado de abatimiento y de exaltación... y comenzó a delirar. Tres horas después, en la galería donde se paseaban algunos guardias, se oyeron sus gritos, llamando inmediatamente al doctor, quien hizo que llamasen a su criado, ordenándole que se llevase en brazos al enfermo, el cual pataleó y chilló, y diciéndole: —Échale la manta sobre la cabeza. —¿Qué haré con él? —dijo el criado—. Es muy pesado y se defiende con mucha energía. Voy a pedir ayuda a uno de los guardias. —Eres un gallina, si tienes miedo de un enfermo —dijo el viejo doctor. —Monsieur...
—Y si lo encuentras demasiado pesado, es que no eres lo fuerte que yo creía, y tendré que devolverte a la Auvergne. La amenaza surtió efecto. Aún gritando, aullando y delirando, el auvernés lo levantó como una pluma ante los ojos de los guardias, quienes asediaron al doctor a preguntas. —Señores —dijo el doctor, gritando más fuerte que De Charny, para que le oyeran—, comprended que yo no puedo andar una legua todas las horas para visitar a este enfermo que el rey me ha confiado. Vuestra galería está en el fin del mundo. —¿Adonde le lleváis entonces, doctor? —A mi casa, puesto que soy un perezoso. Allí tengo dos habitaciones; le acostaré, y pasado mañana, si nadie se entromete, os traeré nuevas de cómo se encuentra. —Doctor —dijo el oficial—, os aseguro que aquí el enfermo está muy bien; todos queremos a De Suffren, y... —Sí, sí; conozco esos cuidados de camarada a camarada. El herido tiene sed, y como se es bueno con él, se le da de beber y muere. Al diablo los buenos cuidados de los guardias. Ya me han matado así diez enfermos. Hago lo que debo, y lo que hago es lo razonable. No hay más enfermo que éste, y el rey querrá ver al enfermo, y si le ve..., le oirá, diablo. Voy a prevenir a la reina y que me aconseje. El doctor, después de tomar su resolución con la prontitud del hombre al que su naturaleza le hace ahorrar hasta los segundos, lavó con agua fría el rostro del herido, lo acostó, asegurándose de que no podía caer, cerró los postigos y la puerta y se quedó con la llave, luego se dirigió hacia la cámara de la reina, después de asegurarse, escuchando desde fuera, que si De Charny gritaba nadie le oiría. Y se alejó, pero, para más precaución, al auvernés lo había encerrado con el enfermo. A los pocos pasos se encontró con madame de Misery, a quien la reina enviaba para que le llevase noticias del herido. —Vamos, vamos, madame. —Pero, doctor, la reina espera... —Yo voy a las habitaciones de la reina, madame. —La reina desea... —La reina sabrá todo lo que desea saber, pero soy yo quien se lo dirá, madame. Vamos. Y siguió adelante, obligando a la dama de María Antonieta a apresurar el paso para llegar al mismo tiempo que él. LI ALEGRI SOMNIA La reina esperaba la respuesta de madame de Misery, por lo que no aguardaba al doctor, quien entró en la estancia con su acostumbrada familiaridad. —Madame, el enfermo por quien el rey y Vuestra Majestad se interesan se encuentra todo lo mejor que se puede encontrar uno cuando tiene fiebre. La reina conocía al doctor; sabía su horror por las gentes que, según decía él, chillan en cuanto les duele una muela, y supuso que De Charny había exagerado un poco su mal. Las mujeres fuertes tienden a creer débiles a los hombres también fuertes. —El herido —dijo— es un herido del que hay que reírse. —No, no —exclamó el doctor. —Un arañazo... —No, madame; pero ya sea arañazo o herida, lo que sé es que tiene fiebre. —Pobre muchacho. ¿Mucha fiebre? —Mucha. —Ah... —dijo la reina, con inquietud—.Yo no creía que fuera de cuidado. La fiebre... El doctor la interrumpió, diciéndole: —Hay fiebres y fiebres.
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—Y si lo encuentras demasiado pesado, es que no eres lo fuerte que yo creía, y tendré<br />
que devolverte a la Auvergne.<br />
La amenaza surtió efecto. Aún gritando, aullando y delirando, el auvernés lo levantó<br />
como una pluma ante los ojos de los guardias, quienes asediaron al doctor a preguntas.<br />
—Señores —dijo el doctor, gritando más fuerte que De Charny, para que le oyeran—,<br />
comprended que yo no puedo andar una legua todas las horas para visitar a este enfermo<br />
que el rey me ha confiado. Vuestra galería está en el fin del mundo.<br />
—¿Adonde le lleváis entonces, doctor?<br />
—A mi casa, puesto que soy un perezoso. Allí tengo dos habitaciones; le acostaré, y<br />
pasado mañana, si nadie se entromete, os traeré nuevas de cómo se encuentra.<br />
—Doctor —dijo el oficial—, os aseguro que aquí el enfermo está muy bien; todos<br />
queremos a De Suffren, y...<br />
—Sí, sí; conozco esos cuidados de camarada a camarada. El herido tiene sed, y como se<br />
es bueno con él, se le da de beber y muere. Al diablo los buenos cuidados de los<br />
guardias. Ya me han matado así diez enfermos. Hago lo que debo, y lo que hago es lo<br />
razonable. No hay más enfermo que éste, y el rey querrá ver al enfermo, y si le ve..., le<br />
oirá, diablo. Voy a prevenir a la reina y que me aconseje.<br />
El doctor, después de tomar su resolución con la prontitud del hombre al que su<br />
naturaleza le hace ahorrar hasta los segundos, lavó con agua fría el rostro del herido, lo<br />
acostó, asegurándose de que no podía caer, cerró los postigos y la puerta y se quedó con<br />
la llave, luego se dirigió hacia la cámara de la reina, después de asegurarse, escuchando<br />
desde fuera, que si De Charny gritaba nadie le oiría.<br />
Y se alejó, pero, para más precaución, al auvernés lo había encerrado con el enfermo. A<br />
los pocos pasos se encontró con madame de Misery, a quien la reina enviaba para que le<br />
llevase noticias del herido.<br />
—Vamos, vamos, madame. —Pero, doctor, la reina espera... —Yo voy a las<br />
habitaciones de la reina, madame. —La reina desea...<br />
—La reina sabrá todo lo que desea saber, pero soy yo quien se lo dirá, madame. Vamos.<br />
Y siguió adelante, obligando a la dama de María Antonieta a apresurar el paso para<br />
llegar al mismo tiempo que él.<br />
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ALEGRI SOMNIA<br />
La reina esperaba la respuesta de madame de Misery, por lo que no aguardaba al doctor,<br />
quien entró en la estancia con su acostumbrada familiaridad.<br />
—Madame, el enfermo por quien el rey y Vuestra Majestad se interesan se encuentra<br />
todo lo mejor que se puede encontrar uno cuando tiene fiebre.<br />
La reina conocía al doctor; sabía su horror por las gentes que, según decía él, chillan en<br />
cuanto les duele una muela, y supuso que De Charny había exagerado un poco su mal.<br />
Las mujeres fuertes tienden a creer débiles a los hombres también fuertes.<br />
—El herido —dijo— es un herido del que hay que reírse.<br />
—No, no —exclamó el doctor.<br />
—Un arañazo...<br />
—No, madame; pero ya sea arañazo o herida, lo que sé es que tiene fiebre.<br />
—Pobre muchacho. ¿Mucha fiebre?<br />
—Mucha.<br />
—Ah... —dijo la reina, con inquietud—.Yo no creía que fuera de cuidado. La fiebre...<br />
El doctor la interrumpió, diciéndole:<br />
—Hay fiebres y fiebres.