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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Y entre nosotros...<br />

—«En la vida y en la muerte», se dice siempre. No, no tengo más que un mérito.<br />

—¿Cuál?<br />

—El de haber solucionado vuestros asuntos con mucha suerte.<br />

—Si no hubierais tenido más que esa suerte, diría que valéis poco. Mientras vos habéis<br />

ido a Versalles, yo también he trabajado por vos.<br />

Juana miró al cardenal con sorpresa.<br />

—Sí, poca cosa, pero... Ha venido mi banquero a proponerme acciones sobre no sé qué<br />

asunto de unos pantanos que hay que desecar o explotar.<br />

—Ya.<br />

—Y con un provecho seguro; he aceptado.<br />

—Habéis hecho bien.<br />

—Vais a verlo, porque yo os tengo siempre en mi pensamiento y en primera línea.<br />

—Creo que esto último es más de lo que yo merezco.<br />

—Mi banquero me ha dado doscientas acciones, y he tomado la cuarta parte para vos.<br />

—¡Oh, monseñor...!<br />

—Permitidme. Dos horas después mi banquero había regresado. El solo hecho de haber<br />

colocado las acciones en este día había determinado un alza de un ciento por ciento. Y<br />

me dio cien mil libras.<br />

—Magnífica especulación.<br />

—He aquí, pues, vuestra parte, querida condesa; quiero decir, querida amiga.<br />

Y del paquete de las doscientas cincuenta mil libras dadas por la reina, puso veinticinco<br />

mil en la mano de Juana.<br />

—Muy bien, monseñor; esto es dar por dar. Lo que me halaga más es que habéis<br />

pensado en mí.<br />

—Será siempre así —repuso el cardenal, besando su mano.<br />

—Creed en mi correspondencia. Monseñor, hasta pronto en Versalles.<br />

Y salió después de dar al cardenal la lista de los vencimientos elegidos por la reina, el<br />

primero de los cuales, con un plazo de treinta días, era de seiscientas mil libras.<br />

L<br />

DON<strong>DE</strong> VOLVEMOS A ENCONTRAR AL DOCTOR LOUIS<br />

Quizá nuestros lectores no se acuerden de en qué situación difícil habíamos dejado a<br />

monsieur de Charny. Sabíamos algo de lo ocurrido en esta pequeña antecámara de<br />

Versalles, donde al bravo marino, a quien ni los hombres ni los elementos jamás<br />

intimidaron, le asustó la posibilidad de verse solo entre tres mujeres: la reina, Andrea y<br />

madame de la Motte.<br />

Al llegar a la mitad de la antecámara, De Charny comprendió que no tenía fuerzas para<br />

avanzar. Vaciló, abrió los brazos, dobló las rodillas... Alguien acudió en su socorro. Fue<br />

entonces cuando el joven oficial se desmayó y al volver en sí, poco después, no supo<br />

que la reina lo había visto y que quizá hubiera acudido en su ayuda, si Andrea no la<br />

hubiese detenido, más bien por celos que por un frío sentido de las conveniencias. Al<br />

volver de nuevo a su gabinete, atenta a la advertencia de Andrea, apenas la puerta se<br />

había cerrado tras ella, cuando oyó al húsar anunciando:<br />

—El rey.<br />

El rey se dirigía a las caballerizas porque quería, antes del consejo, reprender a sus<br />

monteros para corregir la indolencia que les observaba desde hacía algún tiempo.<br />

Al entrar en el gabinete, el rey, al que seguían algunos oficiales de su casa, se detuvo;<br />

había visto a un hombre caído sobre el repecho de una ventana y en una posición que

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