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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Madame du Barry lanzó un grito y corrió hacia el salón a reunirse con los demás<br />

invitados. De Cagliostro se dispuso a seguir a sus compañeros.<br />

—Un momento —le dijo Richelieu—. No quedamos más que De Taverney y yo, a<br />

quien vos no habéis dicho nada, mi querido hechicero.<br />

—Monsieur de Taverney me ha rogado que no dijera nada, y vos, señor mariscal,<br />

tampoco me lo habéis pedido.<br />

—Pues os lo ruego ahora —repuso De Taverney juntando las manos.<br />

—Pero antes probadnos el poder de vuestro genio; ¿no podríais decirnos una cosa que<br />

supiéramos únicamente los dos?<br />

—¿Cuál? —preguntó De Cagliostro, sonriendo.<br />

—Podría ser lo que ese honrado De Taverney acaba de hacer en Versalles en lugar de<br />

vivir tranquilamente en su bella tierra de Maison-Rouge, que el rey compró para él hace<br />

tres años.<br />

—Nada más sencillo, señor mariscal —respondió De Cagliostro—. He aquí que hace<br />

diez años De Taverney quiso dar a su hija Andrea al rey Luis XV, pero no tuvo éxito.<br />

—¡Oh! —murmuró De Taverney.<br />

—Ahora, monsieur, quiere dar a su hijo, Felipe de Taverney, a la reina María Antonieta.<br />

Preguntadle si miento.<br />

—A fe mía, no —dijo De Taverney temblando—. Este hombre es brujo, el diablo me<br />

lleve.<br />

—Santo Dios —dijo el mariscal—, no habléis con tanta tranquilidad del diablo, mi viejo<br />

camarada.<br />

—¡Es espantoso, espantoso! —exclamó De Taverney.<br />

Y se volvió para implorar por última vez la discreción de monsieur de Cagliostro, pero<br />

éste había desaparecido.<br />

—Vamos, De Taverney, vamos al salón —dijo el mariscal—. Tomarán café sin<br />

nosotros, o nosotros tomaremos el café frío, lo que sería peor.<br />

Y corrió al salón, pero el salón estaba desierto; ni uno de los convidados había tenido el<br />

valor de volverse a ver de frente al autor de tan terribles predicciones.<br />

Las bujías ardían en los candelabros, el café humeaba en su recipiente, el fuego<br />

crepitaba en el hogar...<br />

Todo inútilmente.<br />

—Me parece, mi viejo camarada, que vamos a tomar nuestro café solos... Está bien.<br />

¿Dónde diablos te has metido?<br />

Y Richelieu miró a todos lados, pero el viejecillo se había esfumado como los demás.<br />

—Es igual —dijo el mariscal con una risa irónica, como habría hecho Voltaire, y<br />

mientras frotaba una contra otra sus manos secas y blancas, llenas de sortijas—. Yo seré<br />

el único de mis convidados que morirá en la cama. Bien, bien... ¡En la cama! Conde de<br />

Cagliostro, yo no soy un incrédulo. ¿En mi cama y lo más tarde posible? A ver, mi<br />

ayuda de cámara, ¿dónde están mis gotas?<br />

El ayuda de cámara acudió con un frasco en la mano, y el mariscal, acompañado por él,<br />

entró en su dormitorio.<br />

I<br />

DOS MUJERES <strong>DE</strong>SCONOCIDAS<br />

El terrible invierno del año 784, un monstruo que devoró una sexta parte de Francia,<br />

aunque hubiese llamado a las puertas del palacio del duque de Richelieu, nosotros,<br />

encerrados en este comedor tan cálido y perfumado, no lo habríamos visto.

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