EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Hablabais de esos diamantes —dijo imprudentemente la reina—. Confesad que habéis pensado en ellos. —Día y noche, madame —dijo Juana con el júbilo del general que en el campo de batalla ve hacer una falsa maniobra a su enemigo—. ¡Son tan bellos y le irán tan bien a Vuestra Majestad! —¿Cómo es eso? —Sí, madame; a Vuestra Majestad. —Pero están vendidos. —¿Al embajador de Portugal? Juana negó suavemente con la cabeza. —¿No? —dijo la reina, con alegría. —No, madame. —¿A quién, entonces? —El príncipe de Rohan los ha comprado. La reina se estremeció, pero se recobró en el acto, murmurando fríamente: —Ah... —Madame —dijo Juana, con audaz elocuencia—, lo que ha hecho el cardenal de soberbio es un impulso de generosidad, de buen corazón; un alma como la de Vuestra Majestad no puede por menos de simpatizar con todo lo que es bueno y sensible. En cuanto monsieur de Rohan supo por mí, lo confieso, el momentáneo disgusto de Vuestra Majestad... «¡Cómo! —exclamó, apesadumbrado—. ¿La reina de Francia rechaza lo que no rechazaría la mujer de un rico granjero? ¡Cómo! ¿La reina puede exponerse a ver un día a madame Necker adornada con esos diamantes?» El cardenal ignoraba todavía que el embajador de Portugal los hubiera negociado. Se lo dije. Su indignación fue mayor. «Ya no es —dijo— cuestión de complacer a la reina, sino una cuestión de dignidad real. Conozco el espíritu de las cortes extranjeras, minado por la vanidad y la ostentación, y se reirán de que la reina de Francia no haya tenido bastante dinero para satisfacer un gusto tan legítimo y yo sufriré de que se burlen de la reina de Francia. No, jamás.» Y se despidió de mí bruscamente. Una hora después supe que había comprado los diamantes. —Seiscientas mil libras. ¿Y cuál ha sido su intención al comprar el collar? —Que si no podía ser de Vuestra Majestad, que no fuesen de ninguna otra mujer. —¿Y estáis segura de que no es para hacer un obsequio a alguna amante por lo que el cardenal lo ha comprado? —Estoy segura de que ha sido para impedir que lo vean en un cuello que no sea el de la reina. María Antonieta reflexionaba, y a través de su noble fisonomía se adivinaba la inquietud en que se debatía su alma. —Lo que ha hecho monsieur de Rohan —dijo— está bien. Es un rasgo noble, de una delicadeza única. Juana absorbía ardientemente cada palabra. —Le daréis mis gracias al cardenal. —¡Oh, sí, madame! —Le agregaréis que su amistad está demostrada y que yo, de hombre a hombre, como decía Catalina, lo acepto todo de la amistad, pero correspondiendo a ella. Así que yo acepto, no el obsequio de monsieur de Rohan... —¿Qué entonces? —Su anticipo. El cardenal habrá tenido que adelantar su dinero o su crédito para servirme. Yo se lo reembolsaré. Boehmer habrá pedido dinero en efectivo, supongo. —Sí, Majestad.

—¿Cuánto, doscientas mil libras? —Doscientas cincuenta mil libras. —Es la pensión trimestral que me concede el rey. Esta mañana me la han enviado, no sé por qué, adelantada, pero me la han enviado. Por favor, abrid ese cajón. —¿El primero? —No, el segundo. ¿Hay una cartera? —Sí, madame. —Hay en ella doscientas cincuenta mil libras. Contadlas. Juana contó el dinero mientras la reina decía: —Llevádselas al cardenal. Dadle mis gracias. Decidle que cada mes me arreglaré para pagarle de esta forma. Ya ordenaremos los intereses. De esta manera tendré el collar que me agrada tanto, y si me sacrifico para pagarlo, por lo menos no sacrifico al rey, con la ganancia, además, de saber que tengo un gran amigo. Juana esperaba todavía más. —Y una amiga que me ha adivinado —concluyó la reina, tendiendo su mano a la condesa, quien la besó con efusión. Después, al ir a salir, y como si todavía dudase, dijo en voz baja, igual que si tuviera miedo de lo que iba a decir: —Diréis a monsieur de Rohan que será bien recibido en Versalles y que quiero darle las gracias personalmente. Juana salió del gabinete real, no ebria, sino demente de alegría y de orgullo satisfecho. Y apretaba los billetes como un buitre su presa. XLIX LA CARTERA DE LA REINA Esa fortuna, real y figurada, que Juana de la Motte llevaba consigo la sufrieron los caballos que la habían llevado a Versalles. Si hubo caballos que tras un premio pareció que volasen, fueron los dos desdichados matalones del coche que había alquilado. El auriga, estimulado por la condesa, los convenció de que eran los veloces cuadrúpedos del país de Elida, y que el premio eran dos talentos de oro para él y triple pienso para ellos. El cardenal no había salido todavía cuando madame de la Motte llegó, sorprendiéndole en el interior de su palacio y de su mundo, y se hizo anunciar más ceremoniosamente que cuando trató de acercarse a la reina. —¿Venís de Ver salles? —Sí, monseñor. El cardenal demostró su inquietud viéndola fríamente impenetrable, lo que ella notó en el acto, como advirtió su tristeza, su desasosiego, pero no sintió la menor piedad. —¿Y...? —preguntó él. —Monseñor, ¿qué es lo que deseabais? Hablad un poco, para que no tenga yo que hacerme demasiados reproches. —Condesa, me decís eso en un tono... —Triste, ¿verdad? —Más que triste. —¿Vos queríais que yo viese a la reina? —Sí. —Pues la he visto. ¿No queríais que ella me dejara hablar de vos, ella, que varias veces ha demostrado su alejamiento y su descontento en cuanto oía vuestro nombre? —Ya veo, si tuve ese deseo, que hay que renunciar a él.

—Hablabais de esos diamantes —dijo imprudentemente la reina—. Confesad que<br />

habéis pensado en ellos.<br />

—Día y noche, madame —dijo Juana con el júbilo del general que en el campo de<br />

batalla ve hacer una falsa maniobra a su enemigo—. ¡Son tan bellos y le irán tan bien a<br />

Vuestra Majestad!<br />

—¿Cómo es eso?<br />

—Sí, madame; a Vuestra Majestad.<br />

—Pero están vendidos.<br />

—¿Al embajador de Portugal?<br />

Juana negó suavemente con la cabeza.<br />

—¿No? —dijo la reina, con alegría.<br />

—No, madame.<br />

—¿A quién, entonces?<br />

—El príncipe de Rohan los ha comprado.<br />

La reina se estremeció, pero se recobró en el acto, murmurando fríamente:<br />

—Ah...<br />

—Madame —dijo Juana, con audaz elocuencia—, lo que ha hecho el cardenal de<br />

soberbio es un impulso de generosidad, de buen corazón; un alma como la de Vuestra<br />

Majestad no puede por menos de simpatizar con todo lo que es bueno y sensible.<br />

En cuanto monsieur de Rohan supo por mí, lo confieso, el momentáneo disgusto de<br />

Vuestra Majestad... «¡Cómo! —exclamó, apesadumbrado—. ¿La reina de Francia<br />

rechaza lo que no rechazaría la mujer de un rico granjero? ¡Cómo! ¿La reina puede<br />

exponerse a ver un día a madame Necker adornada con esos diamantes?» El cardenal<br />

ignoraba todavía que el embajador de Portugal los hubiera negociado. Se lo dije. Su<br />

indignación fue mayor. «Ya no es —dijo— cuestión de complacer a la reina, sino una<br />

cuestión de dignidad real. Conozco el espíritu de las cortes extranjeras, minado por la<br />

vanidad y la ostentación, y se reirán de que la reina de Francia no haya tenido bastante<br />

dinero para satisfacer un gusto tan legítimo y yo sufriré de que se burlen de la reina de<br />

Francia. No, jamás.» Y se despidió de mí bruscamente. Una hora después supe que<br />

había comprado los diamantes.<br />

—Seiscientas mil libras. ¿Y cuál ha sido su intención al comprar el collar?<br />

—Que si no podía ser de Vuestra Majestad, que no fuesen de ninguna otra mujer.<br />

—¿Y estáis segura de que no es para hacer un obsequio a alguna amante por lo que el<br />

cardenal lo ha comprado?<br />

—Estoy segura de que ha sido para impedir que lo vean en un cuello que no sea el de la<br />

reina.<br />

María Antonieta reflexionaba, y a través de su noble fisonomía se adivinaba la inquietud<br />

en que se debatía su alma.<br />

—Lo que ha hecho monsieur de Rohan —dijo— está bien. Es un rasgo noble, de una<br />

delicadeza única.<br />

Juana absorbía ardientemente cada palabra.<br />

—Le daréis mis gracias al cardenal.<br />

—¡Oh, sí, madame!<br />

—Le agregaréis que su amistad está demostrada y que yo, de hombre a hombre, como<br />

decía Catalina, lo acepto todo de la amistad, pero correspondiendo a ella. Así que yo<br />

acepto, no el obsequio de monsieur de Rohan...<br />

—¿Qué entonces?<br />

—Su anticipo. El cardenal habrá tenido que adelantar su dinero o su crédito para<br />

servirme. Yo se lo reembolsaré. Boehmer habrá pedido dinero en efectivo, supongo.<br />

—Sí, Majestad.

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