EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Es para una buena obra que presido. —Muy bien, condesa. Yo también os daré algo... para vuestra buena obra. —Vuestra Majestad se equivoca. Ya he tenido el honor de decirle que no pedía nada. El señor cardenal, como acostumbra, me habló de la bondad de la reina, de su inagotable gentileza. —Y desea que yo proteja a sus protegidos. —Sí, claro, Majestad. —Lo haré, y no por el cardenal, sino por los desgraciados que acojo siempre bien, vengan de quien vengan. Sólo le diréis a Su Eminencia que estoy muy disgustada. —¡Ay!, madame, ved lo que yo le he dicho, pues de eso viene la confusión que yo señalaba a la reina. —Ah... —Yo le hablaba al señor cardenal de la generosidad de Su Majestad ante cualquier infortunio, sus continuas ayudas, la causa de que la bolsa de la reina muchas veces esté como exprimida. —Bien. —«Ved, monseñor —le dije como ejemplo—: Su Majestad es esclava de su bondad. Se sacrifica por sus pobres, y el bien que hace se vuelve a veces contra ella.» Y en este sentido tengo que acusarme. —¿Cómo es eso, condesa? —preguntó la reina, que escuchaba con sumo interés, quizá porque Juana había sabido cogerla por su lado débil, o porque María Antonieta adivinaba bajo el largo preámbulo la preparación de algo inesperado. —Digo que Vuestra Majestad me había dado una importante cantidad algunos días antes, donativos que son bastante frecuentes en la reina, pero si la reina hubiera sido menos sensible, menos generosa, tendría dos millones en su caja, gracias a los cuales nada le habría impedido comprar ese bello collar de diamantes tan noblemente, tan valientemente, pero tan injustamente rechazado. Perdonadme que lo diga. La reina enrojeció y se quedó mirando a Juana. Evidentemente, la conclusión estaba en la última frase. ¿Había allí un lazo? ¿Era sólo una lisonja? Lo cierto era que la cuestión se había expuesto, y cabía el que hubiese en ella un peligro para una reina. Pero Su Majestad vio en el rostro de Juana tanta dulzura, tan limpia benevolencia y tanta lealtad que ella no podía recelar que bajo aquel rostro se escondiesen ni la perfidia ni la adulación. Y como la reina era una mujer de alma auténticamente generosa, y en la generosidad hay siempre fuerza, y en la fuerza una firme sinceridad, María Antonieta, tras un reprimido suspiro, dijo: —Sí, el collar era hermoso; no tendría palabras para la alabanza que merece, pero me satisface pensar que una mujer de gusto me bendecirá por haberlo rechazado. —Si vos supierais, madame, cómo se conocen los sentimientos de las personas cuando se trata del interés de aquellos a quienes esas personas aman. —¿Qué queréis decir? —Quiero decir, madame, que al saber vuestro heroico sacrificio del collar, yo vi palidecer a monsieur de Rohan. —¿Palidecer? —Los ojos se le llenaron de lágrimas. No sé, madame, si es verdad que el cardenal es un caballero intachable como se asegura, pero sí sé que después de verle tan emocionado ante vuestro generoso desinterés y vuestra sublime abnegación, su rostro no se me olvidará jamás.

—Muy bien, condesa —dijo la reina—; puesto que el príncipe de Rohan os ha parecido tan noble y tan cumplido, no me molestará que le expreséis vuestro juicio. Es un prelado mundano, un pastor que cuida de las ovejas tanto para sí como para el Señor. —¡Oh, madame! —¿Qué? ¿Le calumnio? ¿No es ésa su reputación? ¿No ha hecho de todo ello una especie de gloria? ¿No lo veis en los días de ceremonia, cómo agita sus bellas manos, porque, ciertamente, son hermosas, y hace centellear el anillo pastoral, en que las devotas fijan en él sus ojos, más brillantes que el zafiro del cardenal? Los trofeos del cardenal —prosiguió la reina, con calor— son numerosos. Aunque han promovido escándalo. El prelado es un hombre galante como los de la Fronda. El elogio que él merezca por sus actividades me guardaré de precisarlo. —Madame —dijo Juana, estimulada por la familiaridad con que le hablaba la reina—, yo no sé si el cardenal pensaba en sus devotas cuando me hablaba con tanto fervor de las virtudes de Vuestra Majestad, pero sé que sus bellas manos no las agitaba en el aire, sino que las tenía quietas sobre el corazón. La reina sacudió la cabeza, riendo forzadamente y diciendo: —Continuad. —Vuestra Majestad me desconcierta: esa modestia que le hace rechazar toda alabanza... —¿Del cardenal? ¡Claro que sí! —¿Por qué, madame? —Porque me parece sospechosa, condesa. —Yo no puedo —repuso Juana, con el mayor respeto— defender a quien ha tenido la desdicha de no ganarse vuestro afecto, y no dudo de que sea culpable, puesto que ha desagradado a la reina. —Monsieur de Rohan no me ha desagradado; me ha ofendido. Pero como soy reina y cristiana, estoy noblemente obligada a olvidar las ofensas. La reina dijo sus últimas palabras con aquella majestuosa bondad tan exclusivamente suya. Ante el silencio de Juana, le preguntó: —¿No decís nada más? —Le parecería sospechosa a Su Majestad si mi opinión fuese contraria a la suya. —¿No pensáis como yo respecto al cardenal? —Totalmente al revés, madame. —No hablaríais así si supierais lo que el príncipe Louis ha hecho en contra mía. —Sólo sé lo que le he visto hacer en servicio de Su Majestad. —¿Galanterías, gentilezas, buenos deseos, cumplimientos? —preguntó la reina. Juana no contestó. —Sentís hacia monsieur de Rohan una viva amistad, condesa; no le atacaré más delante de vos —dijo, riendo, la reina. —Madame —repuso Juana—, prefiero más vuestra cólera que vuestra burla. Lo que siente el cardenal por Vuestra Majestad es un afecto tan respetuoso que estoy segura de que si viera a la reina reírse a causa de él moriría de dolor. —Entonces, ha cambiado mucho. —Vuestra Majestad me hizo el honor de decirme el otro día que diez años antes, el cardenal era un apasionado... —Bromeaba, condesa —dijo severamente la reina. Reducida al silencio Juana, le pareció a la reina que se resignaba a no luchar más, pero María Antonieta se engañaba. Para esas mujeres en cuya naturaleza forcejean el tigre y la serpiente, el momento en que se repliegan es siempre el preludio del ataque; el reposo concentrado precede al ímpetu.

—Es para una buena obra que presido.<br />

—Muy bien, condesa. Yo también os daré algo... para vuestra buena obra.<br />

—Vuestra Majestad se equivoca. Ya he tenido el honor de decirle que no pedía nada. El<br />

señor cardenal, como acostumbra, me habló de la bondad de la reina, de su inagotable<br />

gentileza.<br />

—Y desea que yo proteja a sus protegidos.<br />

—Sí, claro, Majestad.<br />

—Lo haré, y no por el cardenal, sino por los desgraciados que acojo siempre bien,<br />

vengan de quien vengan. Sólo le diréis a Su Eminencia que estoy muy disgustada.<br />

—¡Ay!, madame, ved lo que yo le he dicho, pues de eso viene la confusión que yo<br />

señalaba a la reina.<br />

—Ah...<br />

—Yo le hablaba al señor cardenal de la generosidad de Su Majestad ante cualquier<br />

infortunio, sus continuas ayudas, la causa de que la bolsa de la reina muchas veces esté<br />

como exprimida.<br />

—Bien.<br />

—«Ved, monseñor —le dije como ejemplo—: Su Majestad es esclava de su bondad. Se<br />

sacrifica por sus pobres, y el bien que hace se vuelve a veces contra ella.» Y en este<br />

sentido tengo que acusarme.<br />

—¿Cómo es eso, condesa? —preguntó la reina, que escuchaba con sumo interés, quizá<br />

porque Juana había sabido cogerla por su lado débil, o porque María Antonieta<br />

adivinaba bajo el largo preámbulo la preparación de algo inesperado.<br />

—Digo que Vuestra Majestad me había dado una importante cantidad algunos días<br />

antes, donativos que son bastante frecuentes en la reina, pero si la reina hubiera sido<br />

menos sensible, menos generosa, tendría dos millones en su caja, gracias a los cuales<br />

nada le habría impedido comprar ese bello collar de diamantes tan noblemente, tan<br />

valientemente, pero tan injustamente rechazado. Perdonadme que lo diga.<br />

La reina enrojeció y se quedó mirando a Juana. Evidentemente, la conclusión estaba en<br />

la última frase. ¿Había allí un lazo? ¿Era sólo una lisonja? Lo cierto era que la cuestión<br />

se había expuesto, y cabía el que hubiese en ella un peligro para una reina. Pero Su<br />

Majestad vio en el rostro de Juana tanta dulzura, tan limpia benevolencia y tanta lealtad<br />

que ella no podía recelar que bajo aquel rostro se escondiesen ni la perfidia ni la<br />

adulación.<br />

Y como la reina era una mujer de alma auténticamente generosa, y en la generosidad<br />

hay siempre fuerza, y en la fuerza una firme sinceridad, María Antonieta, tras un<br />

reprimido suspiro, dijo:<br />

—Sí, el collar era hermoso; no tendría palabras para la alabanza que merece, pero me<br />

satisface pensar que una mujer de gusto me bendecirá por haberlo rechazado.<br />

—Si vos supierais, madame, cómo se conocen los sentimientos de las personas cuando<br />

se trata del interés de aquellos a quienes esas personas aman.<br />

—¿Qué queréis decir?<br />

—Quiero decir, madame, que al saber vuestro heroico sacrificio del collar, yo vi<br />

palidecer a monsieur de Rohan.<br />

—¿Palidecer?<br />

—Los ojos se le llenaron de lágrimas. No sé, madame, si es verdad que el cardenal es un<br />

caballero intachable como se asegura, pero sí sé que después de verle tan emocionado<br />

ante vuestro generoso desinterés y vuestra sublime abnegación, su rostro no se me<br />

olvidará jamás.

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