EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
—Eso es hablar; esperemos hasta ese día. —Gracias; ahora supongamos. El cardenal tomó la mano de Juana y la estrechó entre las suyas, como Juana había deseado fervientemente que su mano fuese oprimida unos días antes, pero ahora esta sensación se había desvanecido. —Y bien, condesa. —Cenemos, monseñor... —No tengo apetito. —Entonces sigamos hablando. —No tengo nada que decir. —Pues separémonos. —He aquí —dijo él— lo que vos llamáis nuestra alianza. ¿Me despedís? —Para ser verdaderamente el uno del otro —dijo la condesa—, monseñor, seamos primero uno y otro de nosotros mismos. —Tenéis razón, condesa; perdón por haberme engañado una vez más. Os aseguro que será la última. Y volviendo a tomar su mano la besó tan respetuosamente que no vio la diabólica sonrisa de la condesa cuando ella le oyó estas palabras: «Esta será la última vez que me engañaré acerca de vos.» Juana se levantó, llevó al príncipe hasta la antecámara, donde él se detuvo y en voz baja le preguntó: —¿Qué ocurrirá después, condesa? —Algo muy sencillo. —¿Qué haré? —Nada. Esperadme. —¿Vos iréis...? —A Versalles. —¿Cuándo? —Mañana. —¿Y tendré respuesta? —Inmediatamente. —Mi protectora, confío en vos. —Dejadme a mí. Poco después, Juana de la Motte se acostaba, y mirando vagamente el bello Endimión de mármol que esperaba a Diana, murmuró: —Decididamente la libertad vale más. XLVIII JUANA, PROTEGIDA Dueña de aquel secreto, enriquecida de antemano con el porvenir que le esperaba, sostenida por dos influencias tan considerables, Juana se veía capaz de levantar el mundo. Se concedió quince días para comenzar a morder el delicioso racimo que la fortuna suspendía sobre su cabeza. Aparecer en la corte, no ya como una solicitante, ni como la pobre mendiga retirada por madame de Boulainvilliers, sino como una descendiente de los Valois, rica, con cien mil libras de renta, con un marido duque y par, llamarse la favorita de la reina, y en un tiempo de intrigas y de tempestades gobernar el Estado gobernando al rey a través de María Antonieta, he aquí simplemente el panorama que se entreabría ante la inagotable imaginación de la condesa de la Motte.
Al llegar el día que estimó propicio, no hizo más que acercarse a Versalles. Carecía de carta de presentación, pero la fe en su fortuna era ya tal que tenía la certidumbre de que vería doblegarse la etiqueta ante su deseo. Y tenía razón. Todos los oficiosos de la corte, tan empeñados en adivinar los gustos del dueño, habían notado ya la satisfacción con que María Antonieta acogía a la bella condesa. Fue bastante para que a su llegada un húsar inteligente y ambicioso fuera colocarse al paso de la reina, que llegaba de la capilla, y, como por azar, pronunció delante del gentilhombre de servicio estas palabras: —Monsieur, ¿qué debo hacer con la señora condesa de la Motte-Valois, que no tiene carta de presentación? La reina hablaba en voz baja con la princesa de Lamballe, y el nombre de Juana, hábilmente dejado caer, la detuvo, y se volvió preguntando: —¿Decís que está en palacio madame de la Motte-Valois? —Creo que sí, Majestad —contestó el gentilhombre. —¿Quién la ha visto? —Este húsar, madame. —Recibiré a madame de la Motte-Valois —precisó la reina, que continuó su camino, y luego se detuvo para decirle al húsar—: La conduciréis a la Sala de Baños. Juana, a quien el húsar la informó, hizo ademán de abrir su bolsa, pero el húsar la detuvo con una sonrisa. —Señora condesa, os ruego que acumuléis las deudas; seguramente que muy pronto podréis pagármelas con intereses más altos. —Tenéis razón, amigo mío; gracias. «¿Por qué —se dijo— no he de proteger al húsar que me ha protegido? ¿No estoy también protegiendo a un cardenal?» Juana estuvo pronto en presencia de su soberana, la cual apareció con expresión un poco seria, quizá precisamente por lo que favorecía a la condesa con su inesperada recepción. «En el fondo —pensó la amiga del cardenal—, la reina cree que todavía vengo a mendigar... Antes de que yo haya pronunciado una palabra, habrá desarrugado el ceño o me habrá enseñado la puerta.» —Madame —dijo la reina—, todavía no he tenido ocasión de hablarle al rey. —Oh, madame... Vuestra Majestad ha sido ya demasiado buena para mí y no espero nada más. Yo venía... —¿Para qué venís? —dijo la reina, hábil en coger las transiciones—. No habéis pedido audiencia. ¿Acaso se trata de algo urgente... para vos? —Urgente, sí, madame, pero no para mí. —¿Para mí, entonces? Habladme, condesa. La reina condujo a Juana a la Sala de Baños, donde sus camareras la esperaban, pero al ver alrededor de la reina tantas caras desconocidas, Juana no dijo nada, y María Antonieta despidió a sus doncellas. —Vuestra Majestad —dijo Juana— se dará cuenta de que estoy muy confusa. —¿Cómo es eso? No he querido confundiros. —Vuestra Majestad sabe, pues creo habéroslo dicho, todos los favores que me ha hecho el cardenal de Rohan, lo cual me obliga a él. La reina arrugó el ceño. —No sé. —Yo creía... —No importa; decid. —Anteayer Su Eminencia me hizo el honor de visitarme. —Ah...
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vería doblegarse la etiqueta ante su deseo. Y tenía razón.<br />
Todos los oficiosos de la corte, tan empeñados en adivinar los gustos del dueño, habían<br />
notado ya la satisfacción con que María Antonieta acogía a la bella condesa.<br />
Fue bastante para que a su llegada un húsar inteligente y ambicioso fuera colocarse al<br />
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gentilhombre de servicio estas palabras:<br />
—Monsieur, ¿qué debo hacer con la señora condesa de la Motte-Valois, que no tiene<br />
carta de presentación?<br />
La reina hablaba en voz baja con la princesa de Lamballe, y el nombre de Juana,<br />
hábilmente dejado caer, la detuvo, y se volvió preguntando:<br />
—¿Decís que está en palacio madame de la Motte-Valois?<br />
—Creo que sí, Majestad —contestó el gentilhombre.<br />
—¿Quién la ha visto?<br />
—Este húsar, madame.<br />
—Recibiré a madame de la Motte-Valois —precisó la reina, que continuó su camino, y<br />
luego se detuvo para decirle al húsar—: La conduciréis a la Sala de Baños.<br />
Juana, a quien el húsar la informó, hizo ademán de abrir su bolsa, pero el húsar la<br />
detuvo con una sonrisa.<br />
—Señora condesa, os ruego que acumuléis las deudas; seguramente que muy pronto<br />
podréis pagármelas con intereses más altos.<br />
—Tenéis razón, amigo mío; gracias.<br />
«¿Por qué —se dijo— no he de proteger al húsar que me ha protegido? ¿No estoy<br />
también protegiendo a un cardenal?»<br />
Juana estuvo pronto en presencia de su soberana, la cual apareció con expresión un poco<br />
seria, quizá precisamente por lo que favorecía a la condesa con su inesperada recepción.<br />
«En el fondo —pensó la amiga del cardenal—, la reina cree que todavía vengo a<br />
mendigar... Antes de que yo haya pronunciado una palabra, habrá desarrugado el ceño o<br />
me habrá enseñado la puerta.»<br />
—Madame —dijo la reina—, todavía no he tenido ocasión de hablarle al rey.<br />
—Oh, madame... Vuestra Majestad ha sido ya demasiado buena para mí y no espero<br />
nada más. Yo venía...<br />
—¿Para qué venís? —dijo la reina, hábil en coger las transiciones—. No habéis pedido<br />
audiencia. ¿Acaso se trata de algo urgente... para vos?<br />
—Urgente, sí, madame, pero no para mí.<br />
—¿Para mí, entonces? Habladme, condesa.<br />
La reina condujo a Juana a la Sala de Baños, donde sus camareras la esperaban, pero al<br />
ver alrededor de la reina tantas caras desconocidas, Juana no dijo nada, y María<br />
Antonieta despidió a sus doncellas.<br />
—Vuestra Majestad —dijo Juana— se dará cuenta de que estoy muy confusa.<br />
—¿Cómo es eso? No he querido confundiros.<br />
—Vuestra Majestad sabe, pues creo habéroslo dicho, todos los favores que me ha hecho<br />
el cardenal de Rohan, lo cual me obliga a él.<br />
La reina arrugó el ceño.<br />
—No sé.<br />
—Yo creía...<br />
—No importa; decid.<br />
—Anteayer Su Eminencia me hizo el honor de visitarme.<br />
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